Chánguina y el derecho a la protesta

Discurso del diputado José Ramírez Aguilar

Volviendo de nuevo la mirada a los hechos que están ocurriendo en la zona sur, tengo que decir que, sin duda alguna, los actos de violencia cometidos contra las y los campesinos son una evidencia más, de la estrategia política que se viene instaurando en éste país desde hace años, para criminalizar la protesta social y por lo tanto, tratar de debilitar el derecho a la libertad de expresión de nuestro pueblo, especialmente del pueblo que se organiza,

…Al pueblo que se organiza porque no puede cruzarse de brazos  a esperar que le pisoteen sus derechos,

…Al pueblo que se organiza porque está cansado que se le impida  forjar su futuro

…Al pueblo que  no quiere convertirse en un observador, mientras se condena a sus hijos a la dependencia de dadivas estatales para poder sobrevivir, dadivas  que denigran al ser humano y lo hacen incapaz de desarrollar su propio potencial.

Por eso me parece oportuno compartir algunas reflexiones sobre este fenómeno de la penalización de los movimientos sociales, fenómeno que se ha tratado de extender por varios países  y que busca   considerar  las protestas del movimiento social, como actos delictivos y violentos.

Esta estigmatización del movimiento social es una estrategia que busca atemorizar y desarticular a los colectivos sociales que se oponen a las propuestas e injusticias de los gobiernos; y este tipo de acciones compañeras y compañeros, definitivamente debilitan las bases del sistema democrático.

Además quienes están en el poder hacen uso del sistema jurídico para culpabilizar a los líderes del activismo, generando en el imaginario social, la idea de que la protesta es un delito.

Y es aquí donde vienen a implementar mecanismos legales para legitimar la represión, y entonces aumentan las penas de delitos que históricamente han sido considerados delitos menores como la desobediencia a la ley, el bloqueo de calles y disturbios; logrando de esta manera librar a la fuerza pública de toda responsabilidad en la eventualidad de que cometan actos ilícitos contra el pueblo.

Como lo hemos visto en los últimos acontecimientos, encima del costo que conlleva para las personas organizar  los movimientos sociales porque tienen que dedicar tiempo, recursos e incluso dinero que no tienen, además se ven  en la necesidad de  ayudar a sus líderes porque  han sido golpeados, encarcelados o amenazados de muerte, como ha sucedido a las y los campesinos de Chánguina, encima de eso.

Más claro ni el agua, ésta definitivamente es una estrategia política para debilitar la organización de grupos y movimientos sociales en torno a luchas legítimas y a reclamos legítimos, en contra de este sistema cada vez más excluyente y cada vez más injusto.

En este sentido, quiero hacer referencia a una serie de reflexiones que nos ofrece el penalista argentino Eugenio Raul Zafaroni, cuyos aportes al análisis de este fenómeno me parece vale la pena mencionar:

En primer lugar el autor señala que en los últimos lustros, y como consecuencia de la crisis del modelo de estado  social, que padece el mundo por las de un creciente autoritarismo económico planetario montado sobre la globalización (y en ocasiones confundido con ella), se producen protestas o reclamos públicos de personas que están viendo pisoteados sus derechos. Estas situaciones asumen diferentes formas conflictivas con variada intensidad.

En nuestro medio han llamado especialmente la atención los reclamos mediante cortes de rutas y las manifestaciones y reuniones públicas que obstaculizan el tránsito vehicular. Aunque suele considerarse que se trata de un fenómeno nuevo, el reclamo de derechos por vías no institucionales y en ocasiones en los límites de la legalidad dista muchísimo de ser una novedad.

Por un lado, puede afirmarse que es una aspiración de todo Estado de derecho lograr que sus instituciones sean tan perfectas que no sea necesario a nadie acudir a vías no institucionales para obtener satisfacción a sus reclamos;

por otro, la misma aspiración parecen tener todos los ciudadanos que reclaman por derechos reales o no satisfechos. Pero como en la realidad histórica y en la presente, por cierto, los Estados de derecho no son perfectos, nunca alcanzan el nivel del modelo ideal que los orienta, de modo que ni el Estado ni los ciudadanos logran ver realizada la aspiración a que todos sus reclamos sean canalizables por vías institucionales.

Por otra parte, por lo general, los ciudadanos tampoco pretenden optar por caminos no institucionales para obtener los derechos que reclaman, sino que eligen éstos sólo para habilitar el funcionamiento institucional, es decir, que en definitiva  reclaman que las instituciones operen conforme a sus fines manifiestos.

El reconocimiento del derecho de protesta social depende de la respuesta  a la siguiente pregunta:

¿Es aceptable o no que en un Estado de derecho, se admitan reclamos por vía no institucional?.

En el caso de un Estado de Derecho perfecto: habiendo vías institucionales para reclamar derechos, no es admisible optar por las no institucionales.

Pero lo cierto es que no existen Estados de derecho perfectos, y ninguno de los Estados de derechos históricos o reales pone a disposición de sus habitantes, en igual medida, todas las vías institucionales y eficaces para lograr la efectividad de todos los derechos.

El tercer considerando de la Declaración Universal de Derechos Humanos  estima  esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión.

Habiendo un régimen de Derecho, tal como lo reclama la Declaración, no cabe la rebelión contra la tiranía y la opresión, pero también es de suponer que este régimen de Derecho, debe ser lo más perfecto posible en cuanto al funcionamiento eficaz de sus instituciones como proveedoras de los derechos fundamentales, a fin de que el hombre no sea vea obligado a la rebelión, o al  uso de medios de protesta no institucionales.

El derecho de protesta no sólo existe, sino que está expresamente reconocido por la Constitución, por los Tratados Internacionales Universales y Regionales de Derechos Humanos, pues necesariamente está implícito en la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. 18, Declaración Universal de Derechos Humanos), en la libertad de opinión y de expresión (art. 19) y en la libertad de reunión y de asociación pacífica (art. 20). Estos dispositivos imponen a todos los Estados el deber de respetar el derecho a disentir y a reclamar públicamente por sus derechos y, por supuesto, no sólo a reservarlos en el fuero interno, sino a expresar públicamente sus disensos y reclamos. Nadie puede sostener juiciosamente que la libertad de reunión sólo se reconoce para manifestar complacencia. Además, no sólo está reconocido el derecho de pro- testa, sino el propio derecho de reclamo de derechos ante la justicia (art. 8).

El orden jurídico parte del reconocimiento de la dignidad de la persona y de la libertad de expresión que le es inherente. De poco valdría reconocer al ser humano su dignidad de persona, como ente dotado de conciencia, si no se le permite expresar su libertad de conciencia. Para ello se le reconoce el derecho a unirse con quienes comparten sus posiciones y a expresarlas públicamente.

Existe, pues, una base general de libertad a la cual se sustraen sólo unas pocas conductas, previamente identificadas en las leyes penales mediante los tipos legales que, en caso de no estar amparadas por ningún permiso especial (causa de justificación) constituyen injustos o ilícitos penales. La protesta que se mantiene dentro de los cauces institucionales no es más que el ejercicio regular de los derechos constitucionales e internacionales y, por ende, nunca pueden ser materia de los tipos penales, es decir, que no es concebible su prohibición penal.

En consecuencia, el ejercicio del derecho de petición a las autoridades, la manifestación pública que lo ejerza, el público que se reúna para hacerlo, por más que por su número cause molestias, interrumpa con su paso o presencia la circulación de vehículos o de peatones, provoque ruidos molestos, deje caer panfletos que ensucian la calle, etc., estará ejerciendo un derecho legítimo en el estricto marco institucional. Queda claro que en estos supuestos las molestias, ruidos, suciedad o interrupción de la circulación se producen como consecuencia  del número de participantes y de la necesidad de exteriorización del reclamo y durante el tiempo razonablemente necesario para exteriorizarlo (transitar por calles, pararse y escuchar discursos, cantar).

Es lamentable que se pretenda rastrillar los códigos penales y contravencionales para proceder a la pesca de tipos y a su elastización con el objeto de atrapar estas conductas, que pertenecen al ámbito de ejercicio de la libertad ciudadana.

El concepto de democracia representativa ha venido variado paulatinamente. Cada día las democracias modernas avanzan hacia la incorporación de nuevas formas de inclusión de la ciudadanía en la toma de decisiones.  A pesar de estos esfuerzos, se tiene como principio que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes. Así que como lo señalan los científicos sociales, cuando  en una sociedad existe un déficit de una verdadera  representación de las bases, se traduce enseguida en crisis de gobernabilidad.

Las organizaciones sociales; los gremios, las comunidades, ante sus problemas no resueltos por la institucionalidad creada, para hacerse escuchar, plantear sus problemas y buscar una salida concreta a sus problemas, no pueden simplemente esperar a votar en las próximas elecciones para castigar al Gobierno que no los atendió. Sobredimensionar el lugar que tiene el voto en la democracia contemporánea implica clausurar y excluir de la discusión a los actores sociales involucrados en los problemas. En ese sentido, el sistema electoral, se vuelve torpe para canalizar las demandas sociales y gremiales.

Se ha dicho también que el pueblo puede expresarse a través de los medios masivos de comunicación. Sin embargo, en una sociedad donde esos medios resultan prácticamente inaccesibles para los actores sociales de menores ingresos, la manera de hacer visible sus demandas tampoco puede quedar circunscripta a la recepción por parte de las empresas de comunicación, que funcionan bajo la lógica del dinero.

Como lo señala Roberto Gargarella, en su libro ‘El derecho a la protesta’- “Cuando la comunicación pública se organiza a partir de la cantidad de dinero que tenemos o que somos capaces de generar, entonces, las ideas populares, por definición, van a tener problemas para circular. (…) Resulta claro que los políticos que tienen más chances de llevar sus mensajes más lejos y a más personas son aquellos que cuentan con un mayor respaldo económico detrás, y no los que tienen ideas potencialmente más activas”. “Aquellos que no controlan la televisión o la radio, aquellos que no tienen la capacidad económica para expresar sus ideas a través de los periódicos o hacer circular elaborados panfletos, puede llegar a tener un acceso muy limitado a los funcionarios públicos.” (…)

En estas circunstancias, la manera de manifestar la demanda de ciudadanía, el modo de reclamar los derechos que formalmente alguna vez prometió el Estado, será a través de la constitución de foros. Se trata de tomar la palabra y ponerla en los lugares públicos, sea una plaza, un puente, la calle o la ruta, o un edificio público.

En definitiva, la protesta social contemporánea, en todas las formas citadas arriba, o sea entendida como “ …tomar la palabra y ponerla en los lugares públicos, sea una plaza, un puente, la calle o la ruta, o un edificio público”,  constituye la posibilidad concreta que tienen los sectores desaventajados de expresar sus problemas.

El derecho a la protesta es el primer derecho, es el derecho a tener derechos, es el derecho que llama a los otros derechos, la oportunidad que tienen estos sectores de ser tenidos en cuenta otra vez, recuperar la voz para ser tomados como actores otra vez. El derecho a la protesta es la puesta en acción de la dignidad, la oportunidad de hacer valer la dignidad.

La criminalización de la protesta es una de las manifestaciones de la judicialización de la política, la posibilidad de transformar los conflictos sociales en litigios judiciales; de leer la realidad bajo la lupa del código penal. Criminalizar, entonces, será despolitizar y, por añadidura, deshistorizar, sacar de contexto a los conflictos sociales, emplazar a otras instituciones como interlocutores de los problemas sociales.

Criminalizar también es la habilitación al Estado para encarar dichos conflictos con la lógica de la guerra, legitimar la intervención represiva por parte de las fuerzas del Estado,
criminalizando los conflictos sociales, se busca invisibilizarlos de la arena política.

Como parte de la estrategia de la  criminalización  de la protesta, se utilizan términos para crear en el inconsciente colectivo la impresión de dañino. Así por ejemplo en lugar de la correcta definición de  actores sociales, se les llama “activistas”, elementos desestabilizadores del orden.  La estrategia busca que el Estado donde haya una protesta social, vea un delito consumado o en vías de consumación y señalen a las personas que protesten, como delincuentes.

Desde el Frente Amplio, condenamos esta corriente de criminalización de la protesta que se está instaurando en Costa Rica y hacemos un llamado al  mal llamado Gobierno del cambio, para que verdaderamente cambie de rumbo en este tema.

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