La Historia del Primero de Mayo

MARCHA-1-MAYO

La Historia del 1º de Mayo

Resumen de la revista “Los Mineros”, que explica el establecimiento del 1º de Mayo en todos los países, en el año 1890, por acuerdo del Congreso Internacional Obrero Socialista, celebrado el año anterior en París.

INTRODUCCIÓN

El 1° de mayo de 1886 la huelga por la jornada de ocho horas estalló de costa a costa de los Estados Unidos. Más de cinco mil fábricas fueron paralizadas y 340.000 obreros salieron a calles y plazas a manifestar su exigencia. En Chicago los sucesos tomaron rápidamente un sesgo violento, que culminó en la masacre de la plaza Haymarket (4 de mayo) y en el posterior juicio amañado contra los dirigentes anarquistas y socialistas de esa ciudad, cuatro de los cuales fueron ahorcados un año y medio después.

Cuando los mártires de Chicago subían al cadalso, concluía la fase más dramática de la presión de las masas asalariadas (en Europa y América) por limitar la jornada de trabajo. Fue una lucha que duró décadas y cuya historia ha sido olvidada, ocultada o limpiada de todo contenido social, hasta el punto de transformar en algunos países el 1.° de mayo en mero “festivo” o en un día franco más. Pero sólo teniendo presente lo que ocurrió, adquiere total significación la fecha designada desde entonces como “Día Internacional de los Trabajadores”.

AQUELLOS DIAS INTERMINABLES

A mediados del siglo XIX, tanto en Europa como en Norteamérica, en las emergentes factorías industriales, se exigía a los obreros trabajar doce y hasta catorce horas diarias, durante seis días a la semana, incluso a niños y mujeres, en faenas pesadas y en un ambiente insalubre o tóxico. Los emigrantes europeos, que llegaban entonces a los Estados Unidos en busca de un mundo mejor, cambiaron (a lo más) los resabios feudales que todavía pesaban sobre sus hombros por la voracidad desbocada de un capitalismo joven, que multiplicaba sus ganancias ampliando al máximo la jornada de trabajo. Extraños en un país desconocido, los inmigrantes crearon las primeras organizaciones de obreros agrupándose por nacionalidades, buscando primero el apoyo y la solidaridad de los que hablaban la misma lengua, constituyendo luego gremios por oficios afines (carpinteros, peleteros, costureras), y orientando su acción por las vías del mutualismo.

América era también el campo de experimentación para algunos socialistas utópicos, que crearon en los Estados Unidos colonias comunitarias, como las de Robert Dale Owen (1825), Charles Fourier y Etienne Cabet, constituidas por trabajadores emigrados. Los obreros propiamente norteamericanos se limitaban a buscar consuelo para sus sufrimientos terrenales en las diferentes sectas religiosas existentes en el país. Fueron inmigrantes ingleses pobres los que primero diseminaron inquietudes sociales entre sus hermanos de clase, y los mismos continuaron en territorio americano la lucha ya extendida en Inglaterra por la reducción de la jornada de trabajo.

El desarrollo de la industria manufacturera, el perfeccionamiento de máquinas y herramientas, la concentración de grandes masas obreras en los Estados del Noreste, proporcionaron el terreno donde germinó la propaganda de los emigrados. La primera huelga brotó, 60 años antes de los sucesos de Chicago, entre los carpinteros de Filadelfia, en 1827, y pronto la agitación se extendió a otros núcleos de trabajadores. Los obreros gráficos, los vidrieros y los albañiles empezaron a demandar la reducción de la jornada de trabajo, y 15 sindicatos formaron la “Mechanics Union of Trade Associations” de Filadelfia. El ejemplo fue seguido en una docena de ciudades; por los albañiles de la isla de Manhattan; en la zona de los grandes lagos, por los molineros; también por los mecánicos y los obreros portuarios.

En 1832, los trabajadores de Boston dieron un paso adelante en sus demandas y se lanzaron a la huelga por la jornada de diez horas, agrupados en débiles organizaciones gremiales por oficios. Pese a que el movimiento se extendió a Nueva York y Filadelfia, no tuvo éxito. Afirmó, sin embargo, el espíritu de combate de los asalariados, que siguieron presionando por sus reivindicaciones.

DIEZ HORAS LEGALES

El resultado de estas luchas, que marcan el nacimiento del sindicalismo en Estados Unidos, influyó primero en el Gobierno Federal antes que en los patrones, que expoliaban impunemente a sus trabajadores al amparo del librempresismo. En 1840, el Presidente Martín van Buren reconoció legalmente la jornada de 10 horas para los empleados del Gobierno y también para los obreros que trabajaban en construcciones navales y en los arsenales. En 1842, dos Estados, Massachusetts y Connecticut, adoptaron leyes que prohibían hacer trabajar a los niños más de 10 horas por día. El mismo año, la quincallería Whtite & Co. de Buffalo (Estado de Nueva York) introdujo en sus talleres la jornada de 10 horas.

Pero la agitación obrera continuó. Desde el otro lado del mar llegaban noticias alentadoras. Cediendo a la presión sindical, el Gobierno inglés promulgó una ley (1844) que redujo a 7 horas diarias el trabajo de los niños menores de 13 años, y limitó a 12 horas el de las mujeres. Se esperaba lograr pronto allí la jornada de 10 horas para los adultos, hombres y mujeres. En ese ambiente se reunió el primer Congreso Sindical Nacional de los Estados Unidos, el 12 de octubre de 1845, en Nueva York. Se tomaron medidas concretas para coordinar la lucha de los diferentes gremios y la que se llevaba a cabo en distintas ciudades. Se planteó la creación de una organización secreta permanente para la reivindicación de los derechos del trabajador.

El Congreso Sindical de Nueva York se fijó como tarea de acción inmediata la demanda del reconocimiento legal de la jornada de 10 horas y se convocó a mítines obreros en las principales ciudades para agitar públicamente esta exigencia. A esta etapa siguieron las huelgas, que alcanzaron excepcional amplitud en Pittsburgh, centro metalúrgico, donde 40.000 obreros mantenían una huelga de 6 semanas por la jornada de 10 horas. Pero los patrones no cedieron, y muchos inmigrantes recién llegados se dispusieron a asumir el puesto de los huelguistas. El movimiento fracasó. En otros lugares se lograron avances concretos: New Hampshire decretó la implantación de la jornada de 10 horas y numerosas fábricas hicieron lo mismo en otros Estados.

Pero la agitación cobró nuevos impulsos al divulgarse, en 1848, la noticia de que los obreros de una sociedad colonizadora en Nueva Zelanda habían obtenido la jornada de 8 horas. Sin embargo, no se estructuró un movimiento que respaldara esta aspiración. Las demandas se limitaron a exigir un máximo de 10 horas de trabajo por día.

Fue sólo a comienzos de 1866, una vez terminada la guerra de secesión, que renació la lucha por acortar la jornada de labor.

Otros avances se habían logrado entretanto. El Estado de Ohio adoptó la ley de 10 horas para las mujeres obreras, y los sindicatos de la construcción estaban vivamente impresionados al saber que los albañiles de Australia obtenían en esos días el reconocimiento de la jornada de 8 horas. Por otra parte, la reducción de la jornada de trabajo, que absorbería mayor cantidad de mano de obra, se convertía en una necesidad urgente por el retorno de los soldados desmovilizados y el cierre de las fábricas que trabajaban para la guerra. Además, los inmigrantes seguían afluyendo, por centenares y centenares de miles.

Al Congreso de Estados Unidos ingresaron más de media docena de proyectos de ley que proponían legalizar la jornada de 8 horas, y la Asamblea Nacional de Trabajo, celebrada en Baltimore en agosto de 1866, con representantes de 70 organizaciones sindicales, entre ellas 12 uniones nacionales, proclamó:

“La primera y gran necesidad del presente, para liberar al trabajador de este país de la esclavitud capitalista, es la promulgación de una ley por la cual la jornada de trabajo deba componerse de ocho horas en todos los Estados de la Unión Americana. Estamos decididos a todo hasta obtener este resultado”.

El mismo congreso sindical acordó crear comités para “recomendar” la reivindicación de las 8 horas, cometiendo el error de confiar únicamente en la buena voluntad de los poderes públicos para hacer ley su iniciativa.

Mientras, en Europa, la I Internacional (creada en 1864) había acordado en su Congreso de Ginebra, en 1866, agitar mundialmente la demanda de la jornada de trabajo de 8 horas. Los asalariados norteamericanos, en el Congreso Obrero de los Estados del Este, celebrado en Chicago en 1867, dedicaron gran parte de sus debates a las 8 horas. El hombre que impulsó las resoluciones sobre el tema fue Ira Steward, un mecánico autodidacta de Chicago, a quien daban el sobrenombre de “El maniático de las ocho horas”.

Steward sostenía que al acortarse la jornada de trabajo aumentaría la necesidad de mano de obra y que, por lo tanto, de allí surgiría el aumento de los salarios. Escéptico de la eficacia de la acción puramente sindical, Steward, en ausencia de un partido político autónomo de la clase obrera, proponía un método usado tradicionalmente por el movimiento sindical norteamericano: ejercer presión sobre los partidos del “stablishment” y no dar sus votos más que a los candidatos que aceptaran impulsar todo o parte del programa sindical.

LEY FEDERAL DE LAS OCHO HORAS

Finalmente, los esfuerzos de la clase obrera norteamericana lograron modificar la actitud del Gobierno, ya que no la de los empresarios privados. Siendo Presidente de los Estados Unidos Andrew Johnson, en 1868 se dictó la Ley Ingersoll, que establecía la jornada de 8 horas para los empleados de las oficinas federales y para quienes trabajaban en obras públicas. La Ley Ingersoll, dictada el 25 de junio de 1868, establecía:

“Artículo 1.º La jornada de trabajo se fija en ocho horas para todos los jornaleros u obreros y artesanos que el Gobierno de los Estados Unidos o el Distrito de Columbia ocupen de hoy en adelante. Sólo se permitirá trabajar como excepción más de ocho horas diarias en casos absolutamente urgentes que puedan presentarse en tiempo de guerra o cuando sea necesario proteger la propiedad o la vida humana. Sin embargo, en tales casos el trabajo suplementario se pagará tomando como base el salario de la jornada de ocho horas. Este no podrá ser jamás inferior al salario que se paga habitualmente en la región. Los jornaleros, obreros y artesanos ocupados por contratistas o subcontratistas de trabajos por cuenta del Gobierno de los Estados Unidos o del Distrito de Colombia serán considerados como empleados del Gobierno o del Distrito de Columbia. Los funcionarios del Estado que deban efectuar pagos por cuenta del Gobierno a los contratistas o subcontratistas deberán cerciorarse, antes de pagar, de que los contratistas o subcontratistas hayan cumplido sus obligaciones hacia sus obreros; no obstante, el Gobierno no será responsable del salario de los obreros.

Artículo 2.º Todos los contratos que se concerten en adelante por el Gobierno de los Estados Unidos o por su cuenta (o por el Distrito de Columbia, o por su cuenta), con cualquier corporación o persona, se basarán en la jornada de ocho horas, y todo contratista que exigiere o permitiere a sus obreros trabajar más de ocho horas por día estará contraviniendo la ley, salvo los casos de fuerza mayor previstos en el artículo 1.º.

Artículo 3.º Los que contravengan a sabiendas esta prescripción serán pasibles de una multa de 50 a 1.000 dólares, o hasta de seis meses de prisión, o de ambas penas conjuntamente”.

La jornada de 8 horas pasaba así a ser obligación “legal” en los Estados Unidos para las obras públicas, así como lo era ya para los trabajos privados en Australia. Los obreros industriales, entre tanto, seguían sometidos a una jornada de 11 y 12 horas diarias a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

Los grandes contratistas de obras públicas en construcción se opusieron, por supuesto, a la aplicación real de la jornada federal de 8 horas. Los patrones formaron una “Asociación de las Diez Horas”, tratando de demostrar que esa duración del tiempo de trabajo era “más provechosa para los trabajadores”. Eran los años en que Federico Engels le escribía a Carlos Marx que “a causa de la agitación por las 8 horas se han anulado contratos por más de un millón y medio de dólares”, tomando como base una información de la prensa norteamericana.

El Estado de California se había adelantado a los demás y decretado la jornada obligatoria de 8 horas para todos los trabajadores del sector público o del sector privado, a fines de 1868. Pero no hay evidencia de que esa progresista medida legal se haya aplicado en la práctica, así como hay fuertes dudas sobre la vigencia concreta de lo que mandaba la Ley Ingersoll para los trabajos públicos Un historiador del movimiento sindical norteamericano escribió: “La agitación en pro de la jornada de 8 horas, después de numerosas vicisitudes y de algunos éxitos legislativos que no fueren seguidos de aplicación práctica, no llegó a ningún resultado, y el pueblo obrero fue afectado por una profunda desilusión”. De allí arrancó el empuje que culminaría en los sucesos de Chicago, en mayo de 1886.

CRISIS Y CESANTIA

Con el estímulo de las luchas por acortar la jornada de trabajo, las organizaciones obreras se fueron extendiendo y fortaleciendo. En 1867, en Chicago se había creado el Partido Nacional Obrero, que planteó en su primera convención la búsqueda de un camino político independiente para la clase trabajadora. Instaba a los obreros a evitar ser utilizados políticamente por la burguesía, pero sus llamamientos no lograron calar en la masa. Cobró auge en cambio la “Liga por las Ocho Horas”, fundada en Boston en 1869, que levantó además una plataforma de lucha de corte socialista y proclamó la “guerra de clases a los capitalistas”. En 1870 se fundó la organización secreta “Los Caballeros del Trabajo”, de inspiración anarquista, a la cual se atribuyeron todos los atentados cuyos autores no pudo descubrir la policía, y que sería profusamente citada en el proceso de Chicago años más tarde. Sus dirigentes asumieron con posterioridad posiciones pro-capitalistas.

En septiembre de 1871 se efectuó una gran manifestación pública por la jornada de 8 horas en Nueva York, a la que asistieron más de 20.000 trabajadores, una cifra considerable entonces. Participaron principalmente franceses y alemanes emigrados, miembros de la Internacional, y también obreros propiamente norteamericanos.

En 1872 libraron importantes combates por las 8 horas los obreros mueblistas y de otros ramos afines, que lograron satisfacción para sus demandas, pero los cabecillas fueron engañados posteriormente por los patrones, despedidos de su ocupación, y fue nuevamente prolongada la jornada de trabajo. La organización sindical era débil aún, y fragmentada, como para poder exigir el cumplimiento de los acuerdos. Fue brotando así la idea de una huelga general para una fecha determinada; lo que se concretaría 14 años más tarde, el 1° de mayo de 1886.

Entre tanto, en 1873, las cosas empeoraron repentinamente para los trabajadores. La crisis que se veía venir llegó finalmente, arrojando a la cesantía a centenares de miles de obreros. Las fábricas cerraban sus puertas y los cesantes vagaban como lobos por las calles, alimentándose de los desperdicios que encontraban en las latas de basuras. El invierno de 1872-73 dejó un horrible saldo de muertos de hambre y frío, como no se tenía memoria en los Estados Unidos. Sólo en el Estado de Nueva York había 200.000 cesantes.

El 13 de enero de 1873, la Sección Norteamericana de la Internacional convocó a un mitin de desocupados en Nueva York para demostrar al Gobierno del Estado su situación y pedir solución a su miseria. Se exigía una ración diaria de alimentos para los cesantes, la iniciación de obras públicas para dar trabajo a los necesitados y una prórroga legal para el pago de arriendos y alquileres modestos. Se quería evitar que fueran lanzadas a la calle (y expuestas a morir de frío) las familias que no podían cubrir la renta por hallarse el padre o el esposo sin trabajo.

La manifestación conmovió a la ciudad y, en bullicioso desfile, los cesantes se dirigieron al Ayuntamiento para hacer presentes sus demandas. Cuando llegaban allí, fueron atacados por una horda de polizontes, que apareció de improviso, apaleando y sableando a todo el mundo, incluso mujeres y niños. Centenares de heridos y contusionados quedaron sobre los adoquines de la zona céntrica de Nueva York, y otros centenares de pobres fueron detenidos y puestos a disposición de los tribunales “por resistir órdenes de la policía”.

La gran prensa ventiló falsedades e injurias sobre las heridas y el hambre de los cesantes tan ferozmente reprimidos. “Era un mitin público de ladrones ociosos”, dijo un diario de Nueva York. “Hay que prepararles comidas envenenadas si quieren comer a costa del Gobierno”, escribió otro en Chicago. Los editoriales llamaron a eliminar “la peste de miserables” que asolaba la ciudad.

Paralelamente, la exigencia de las 8 horas de trabajo se hacía cada vez más fuerte, presentada incluso como una forma de aumentar la floja demanda de mano de obra. “Los Caballeros del Trabajo”, en un programa hecho público en 1874, declaraban que se esforzarían por obtener las 8 horas, “negándose a trabajar jornadas más largas, incluso a través de una huelga general”. En una larga lista de reformas y reivindicaciones, proclamaban su propósito de “obtener la reducción gradual de la jornada de trabajo a 8 horas por día, a fin de gozar en alguna medida de los beneficios de la adopción de máquinas en reemplazo de la mano de obra”.

LA GRAN HUELGA FERROVIARIA

Ese mismo año (1874), el Estado de Massachusetts decretaba la jornada máxima de 10 horas para mujeres y niños, mientras la agitación prendía ahora entre los ferroviarios, que no tardaron en lanzar una huelga de grandes proporciones.

En junio de 1877, los dueños de los ferrocarriles comunicaron a los trabajadores que sus salarios serían reducidos en un 10%, porque las empresas “estaban perdiendo dinero” con motivo de la crisis. Esta fue la gota que colmó el vaso. Desde 1873, el salario de los trabajadores había disminuido ya en un 25% para salvar las ganancias de los propietarios. La huelga estalló en Pittsburgh y en menos de 2 semanas se había extendido a 17 Estados. Era el movimiento más vasto que hasta entonces enfrentara el gran capital norteamericano.

Los magnates ferroviarios consiguieron que el Gobierno movilizara al Ejército contra los huelguistas, que habían incorporado entre tanto la demanda de una jornada laboral de 8 horas, y no tardaron en producirse enfrentamientos violentos entre obreros y soldados. En Maryland quedaron 10 obreros muertos después de un choque frontal con las tropas. En Pittsburgh, los trabajadores corrieron a pedradas a los militares, para luego asaltar la maestranza del ferrocarril local, donde destruyeron 120 locomotoras e incendiaron 1.600 vagones. En Reading, los obreros desarmaron a una compañía de soldados y confraternizaban con ellos cuando fueron atacados por tropas de refuerzo, que aparecieron imprevistamente. Entonces, algunos militares fueron muertos y hubo numerosas víctimas entre los obreros. En Saint Louis la huelga abarcó a todos los oficios y los trabajadores se apoderaron de la ciudad. Fue cortado el tránsito por los puentes que cruzan el Mississippi, y durante 8 días los sindicatos administraron tiendas y fábricas y dictaron sus propias leyes. Finalmente, fueron sangrientamente reprimidos.

La lucha de clases se hizo tan violenta que la burguesía organizó grupos civiles armados para proteger sus riquezas. La prensa “de orden” exaltaba diariamente a pertrecharse y a extender las bandas armadas antiobreras. Se formaron así verdaderas milicias privadas, cuando no grupos de matones y hasta empresas de rompehuelgas, con sucursales en los centros industriales más importantes, al servicio de los propietarios. La más famosa de estas organizaciones, que alcanzaría triste renombre en los sucesos de Chicago, fue la de los hermanos Pinkerton, que había reclutado algunos cientos de scabs (“amarillos”), que enviaban a quebrar huelgas allí donde la presión obrera se hacía sentir en demanda de la jornada de 8 horas. Los Pinkerton, además, proporcionaban bandas armadas, espías, provocadores y hasta asesinos a sueldo. Algunas autoridades hacían caso omiso de la existencia de estas organizaciones criminales e incluso borraban los antecedentes penales de sus integrantes, a condición de que mostraran ferocidad en su cometido, disolviendo mítines obreros, delatando a los dirigentes o agrediéndolos.

NACE LA AFL

Pese a la ofensiva en su contra, el movimiento obrero norteamericano siguió fortaleciéndose. En 1881 se constituyó en Pittsburgh la American Federation of Labor (AFL), Federación Norteamericana del Trabajo, que exigió en su primer congreso un más riguroso cumplimiento de la jornada de 8 horas para los que trabajaban en obras públicas. En su segundo congreso, celebrado en Cleveland en 1882, la AFL aprobó una declaración, presentada por los delegados de Chicago, para que se extendiera el beneficio de las 8 horas a todos los trabajadores, sin distinción de oficio, sexo o edad:

“Como representantes de los trabajadores organizados, declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas permitirá dar más trabajo por salarios aumentados. Declaramos que permitirá la posesión y el goce de más bienes por aquellos que los crean. Esta ley aligerará el problema social, dando trabajo a los desocupados. Disminuirá el poder del rico sobre el pobre, no porque el rico se empobrezca, sino porque el pobre se enriquecerá. Creará las condiciones necesarias para la educación y mejoramiento intelectual de las masas. Disminuirá el crimen y el alcoholismo… Aumentará las necesidades, alentará la ambición y disminuirá la negligencia de los obreros. Estimulará la producción y aumentará el consumo de bienes por las masas. Hará necesario el empleo cada vez mayor de máquinas para economizar la fuerza de trabajo… Disminuirá la pobreza y aumentará el bienestar de todos los asalariados”.

El tercer congreso de la AFL (1883) acordó solicitar al Presidente de los Estados Unidos que impulsara la ley de las 8 horas, y además envió una nota a los comités nacionales de los Partidos Republicano y Demócrata, para que definieran sus respectivas posiciones sobre la jornada de 8 horas y otras reivindicaciones de los trabajadores.

Los preparativos de la huelga general del 1° de mayo de 1886 habían empezado a gestarse dos años antes, en noviembre de 1884, cuando se reunió en Chicago el IV Congreso de la AFL (La AFL se llamaba entonces Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los EE.UU. y Canadá.) En el IV Congreso se pudo constatar, desde la primera sesión plenaria, el cambio producido en el espíritu de los dirigentes sindicales. Las dilaciones y negativas con que contestaron a sus demandas los partidos políticos los empujaron a buscar nuevas formas de acción, basadas en sus propias fuerzas. Su decisión se fortaleció por la experiencia internacional conquistada por la clase obrera en aquellos años y, sobre todo, por la del movimiento sindicalista inglés.

DEMANDA UNICA Y SOSTENIDA

Uno de los autores de la proposición que meses más tarde sacudiría a los Estados Unidos, Frank K. Foster, afirmó ante sus compañeros: “Una demanda concertada y sostenida por una organización completa producirá más efecto que la promulgación de millares de leyes, cuya vigencia dependerá siempre del humor de los políticos… El espíritu de organización está en el aire, pero el costo que hemos pagado por nuestra inexperiencia, el sectarismo y la falta de espíritu práctico representan todavía grandes obstáculos para lanzar una huelga general”.

Otros delegados al Congreso pusieron en evidencia que los únicos resultados realmente serios en cuanto a las 8 horas se habían logrado fuera de toda legislación, por acuerdos directos con los empresarios bajo la presión de la movilización sindical. En el curso de sus intervenciones, Foster sugería que todos los sindicatos manifestaran su voluntad unánime, apoyados por la organización entera, haciendo una huelga general por la jornada de 8 horas. Gabriel Edmonston, que compartía ese punto de vista, hizo entonces una proposición práctica: a partir del 1° de mayo de 1886 se obligaría a los industriales a respetar sin más la jornada de 8 horas. Donde los patrones se negaran, se declararía la huelga de inmediato. En el plazo previo a la fecha fijada, se llevaría la consigna por todo el país y la prensa obrera agitaría esa demanda básica de los asalariados. El 1° de mayo de 1886 debería estar todo listo para una gran huelga general de costa a costa. Foster y Edmonston fueron, pues, los autores de aquella proposición, cuyos alcances históricos muy pocos intuyeron entonces.

Para los historiadores, un punto no está claro: ¿por qué se eligió precisamente el 1° de mayo como la fecha en que debería estallar la huelga general en todos los Estados Unidos?. La explicación más atendible es la que recuerda que por ese entonces el 1° de mayo era la fecha en que debían renovarse los contratos colectivos de trabajo, así como otras obligaciones generales, los arriendos de tierras y convenciones similares. Era el “moving-day” (día de mudanza) norteamericano, equivalente a los compromisos de trabajo que se iniciaban el día de San Juan en el Sur de Francia por esos años, o en Navidad en otras regiones de Europa, o en el día de San Martín. Además, el año designado (1886) daba el tiempo suficiente para que los patrones fueran advertidos y conocieran las demandas y las consecuencias de su negativa, sin poder pretextar después la sorpresa de la petición como factor para rechazarla.

La proposición de Gabriel Edmonston (aprobada por el Congreso) decía: “La Federación de Sindicatos Organizados y Uniones Laborales de los Estados Unidos y Canadá ha resuelto que la duración de la jornada de trabajo, desde el 1º de mayo de 1886, será de 8 horas, y recomendamos a las organizaciones sindicales de todo el país hacer respetar esta resolución a partir de la fecha convenida”. Gracias a una intensa propaganda, pronto la resolución de Chicago echó firmes raíces en el seno de la clase obrera.

El Congreso de “Los Caballeros del Trabajo”, reunido en la ciudad de Hamilton, también decidió auspiciar la agitación por la huelga general hasta la obtención de las 8 horas. En todo el país se crearon grupos locales, especialmente encargados de la preparación del movimiento, que organizaron mítines y manifestaciones, repartieron folletos y periódicos, promovieron huelgas parciales, asambleas, conferencias, recolección de firmas y otras actividades de agitación.

En California y toda la costa Oeste de los Estados Unidos, la Federación de Carpinteros tomó en 1885 la iniciativa del movimiento por la reducción de la jornada de trabajo, mientras la AFL, en su Congreso de Washington (diciembre de 1885), renovó la decisión de Chicago. El sindicato de obreros mueblistas propuso que en cada ciudad se organizara un frente único de todas las organizaciones gremiales, para que presentaran a los patrones el contrato-tipo preparado por la asesoría legal de la AFL, y que debía entrar en vigencia el 1° de mayo de 1886. Así se acordó.

A medida que la fecha fijada se acercaba, las organizaciones sindicales trabajaban animosamente. El número de sus adherentes se había triplicado en esos meses. En Chicago, el “Comité por las 8 Horas” puso en guardia contra las huelgas parciales o mal organizadas, que podrían tener como consecuencia lock-outs y que “pueden hacer abortar el movimiento”. La Cámara Sindical de los carpinteros y ebanistas de la misma ciudad advirtió a los patrones, por carta certificada, que el 1° de mayo debía iniciarse la “jornada normal” y comprometió a sus miembros a detener absolutamente el trabajo en los talleres en que no se aplicasen las 8 horas.

Pese a las orientaciones de los dirigentes, que trataban de contener los movimientos parciales para lanzarlos al unísono cuando llegara mayo, en abril de 1886 la presión de las masas derivó en innumerables huelgas en diversas ciudades del país. En los Estados de Ohio, Illinois, Michigan, Pennsylvania y Maryland la marea se hizo incontenible. El Presidente Grover Cleveland llevó la cuestión obrera al Congreso, donde no vaciló en afirmar: “Las condiciones presentes de las relaciones entre el capital y el trabajo son, en verdad, muy poco satisfactorias, y esto en gran medida por las ávidas e inconsideradas exacciones de los empleadores”.

Ante la pujanza del movimiento sindical, ciertas empresas no pudieron esperar la fecha fijada para conceder las 8 horas sin disminuir los salarios. Más de 30.000 obreros se beneficiaron ya en el mes de abril, principalmente los mineros de Virginia.

1º DE MAYO DE 1886

Por fin, la fecha tan esperada llegó. La orden del día, uniforme para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación!. Simultáneamente se declararon 5.000 huelgas y 340.000 huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las calles y allí vocear su demandas.

En Nueva York, los obreros fabricantes de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario. Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron las 8 horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos, cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas de coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los pintores… En total, 125.000 obreros conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1° de mayo. A fin de mes serían 200.000, y antes que terminara el año, un millón. No era la victoria absoluta; pero se había obtenido un resultado importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el movimiento obrero. “Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de las masas industriales” (expresaba un informe de la AFL) “El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora, habían permanecido indiferentes a la acción sindical”.

En Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros Estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche, o incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes; otros, en inmundas construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la generalidad de los empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y aceptar ser tratado como “máquina humana”. El “Chicago Tribune” osó decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas… La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.

No era extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo de la agitación revolucionaria en los Estados Unidos y cuartel general del movimiento anarquista en América: Dos organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago y todo el Estado de Illinois: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales giraba la acción reivindicativa.

Uno de estos periódicos era escrito en alemán, el “Arbeiter Zeitung”, que aparecía tres veces a la semana, dirigido por August Spies, de orientación anarquista, y otro, “The Alarm”, en inglés, dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos, un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores de verbo encendido insuflaba el ímpetu peculiar que caracterizaba la lucha obrera en ese Estado. La mayoría de ellos pasaría a la Historia como los “Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.

DESENLACE SANGRIENTO

Pese a los éxitos parciales de algunos sindicatos, la huelga en Chicago continuaba. Una sola usina seguía echando su humo negro sobre la región: la fábrica de maquinaria agrícola McCormik, al Norte de Chicago. El fundador de la usina, Cyrus McCormik, había muerto poco antes y dejado en el testamento una suma considerable de dinero para levantar una iglesia. Pero su heredero resolvió construir el templo sacando los fondos de un descuento obligatorio a sus obreros, que lo rechazaron. El 16 de febrero de 1886 estalló la huelga. Entonces, McCormik hijo contrató cientos de rompehuelgas a través de los hermanos Pinkerton y desalojaron en medio día la fábrica, que estaba ocupada por los trabajadores.

Cuando estalló la huelga general del 1° de mayo, McCormik seguía funcionando con el trabajo de los rompehuelgas, y no tardaron en producirse choques entre los restantes trabajadores de la ciudad y los “amarillos”. El ambiente ya estaba caldeado, porque la policía había disuelto violentamente un mitin de 50.000 huelguistas en el centro de Chicago, el 2 de mayo. El día 3 se hizo una nueva manifestación, esta vez frente a la fábrica McCormik, organizada por la Unión de los Trabajadores de la Madera. Estaba en la tribuna el anarquista August Spies, cuando sonó la campana anunciando la salida de un turno de rompehuelgas. Sentirla y lanzarse los manifestantes sobre los “scabs” (amarillos) fue todo uno. Injurias y pedradas volaban hacia los traidores, cuando una compañía de policías cayó sobre la muchedumbre desarmada y, sin aviso alguno, procedió a disparar a quemarropa sobre ella. 6 muertos y varias decenas de heridos fue el saldo de la acción policial.

Enardecido por la matanza, Fischer voló a la Redacción del “Arbeiter Zeitung”, donde escribió una vibrante proclama, con la cual se imprimieron 25.000 octavillas y que sería luego pieza principal de la acusación en el proceso que terminó con su ahorcamiento. Decía:

“Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!

¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.

Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.

Es la necesidad lo que nos hace gritar: “¡A las armas!”.

Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden…

¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!

¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.

La proclama terminaba convocando a una gran concentración de protesta para el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde, en la plaza Haymarket, y concluía con las palabras: “¡Trabajadores, concurrid armados y manifestaos con toda vuestra fuerza!”. Esta frase (y aquella que decía “¡A las armas!”) fueron tachadas por Spies, director de la imprenta, y él mismo vigiló especialmente que no la incluyeran los tipógrafos. Sin embargo, cuando posteriormente la Policía se incautó de los originales, convirtió esa frase no publicada en el núcleo central de la acusación.

En Haymarket se reunieron unas 15.000 personas. La mayoría de los que posteriormente serían los mártires de Chicago se hallaba a esa hora en la Redacción del “Arbeiter Zeitung”. Parsons estaba con su mujer y dos hijos; lo acompañaba una obrera con la que iban a discutir la organización de las costureras. Fielden y Schwab también estaban allí. Schwab abandonó la reunión para asistir a un mitin en Deering. Cuando discutían sobre la incorporación de las costureras a la lucha por las 8 horas, mujeres particularmente explotadas que entonces trabajaban sobre 15 horas diarias, un obrero se presentó diciendo que en la concentración faltaban oradores en inglés. Todos dejaron el local del periódico y fueron allí, donde Spies ocupaba la tribuna. Le sucedió Parsons, que habló por espacio de una hora. Luego, Fielden. Los discursos eran moderados y la muchedumbre se comportaba con tranquilidad, pese a la gravedad de la masacre del día anterior frente a McCormik.

El alcalde de Chicago, Carter H. Harrison, que presenciaba el mitin para pulsar el ambiente, se fue a casa al concluir de hablar Parsons, dándole órdenes al capitán de Policía Bonfield, a cargo de la tropa, de que la retirara. Empezaba a llover, como culminación de un día helado y húmedo. Fielden estaba aún en la tribuna y la gente comenzaba a dispersarse. Algunos obreros se dirigieron incluso al Zept Hall, cervecería que quedaba en las proximidades, para seguir a través de sus ventanas la manifestación. En la plaza, la muchedumbre ya estaba reducida a unos pocos miles cuando 180 policías avanzaron de pronto sobre los manifestantes con los capitanes Bonfield y Ward al frente, quienes ordenaron terminar el mitin de inmediato y a sus hombres tomar posiciones de disparar. Ya se alzaban los fusiles cuando, desde el montón informe de los manifestantes, se vio salir un objeto humeante del tamaño de una naranja, que cayó entre dos filas de los policías, levantando un poderoso estruendo y arrojando por tierra a todos los que se encontraban cerca. Sesenta policías quedaron heridos de inmediato y uno muerto, en medio de tremenda confusión. Fue la señal para que se desatara un pánico loco y una carnicería más terrible que la de la víspera. Rehechos en sus filas y apoyados por refuerzos, los policías cargaron salvajemente sobre la multitud, disparando y golpeando a diestra y siniestra. El balance dejó un total de 38 obreros muertos y 115 heridos. Otros 6 policías alcanzados por la bomba murieron en el hospital.

Esa misma noche, Chicago fue puesto en estado de sitio, se estableció el toque de queda y la tropa ocupó militarmente los barrios obreros. Al día siguiente, la nación estaba conmocionada por los sucesos y la gran prensa no reparó en nada para calumniar a radicales, anarquistas, socialistas y trabajadores extranjeros, sobre todo a los alemanes. El 5 de mayo, “The New York Times” daba por hecho que los anarquistas eran los culpables del lanzamiento de la bomba. La policía, al mando del capitán Michael Schaack, realizó una batida contra 50 supuestos “nidos” de anarquistas y socialistas y detuvo e interrogó de manera brutal a unas 300 personas.

El jefe de Policía Ebersold, hablando tres años más tarde sobre aquellos hechos, decía: “Schaack quería mantener la tensión. Deseaba encontrar bombas por todos lados… Y hay algo que no sabe el público. Una vez desarticuladas las células anarquistas, Schaack quiso que se organizasen de inmediato nuevos grupos… No quería que la “conspiración” pasase; deseaba seguir siendo importante a los ojos del público”.

La policía estaba más interesada en conseguir pruebas en contra de los detenidos que en localizar al que había arrojado la bomba. Se ofreció dinero y trabajo a cuantos se ofrecieron a testificar a favor del Estado.

Los locales sindicales, los diarios obreros y los domicilios de los dirigentes fueron allanados, salvajemente golpeados ellos y sus familiares, destruidos sus bibliotecas y enseres, escarnecidos y, finalmente, acusados en falso de ser ellos quienes habían confeccionado, transportado hasta la plaza de Haymarket y arrojado la bomba que desencadenó la feroz matanza. Ninguno de los cargos pudo ser probado, pero todo el poder del gran capital, su prensa y su justicia, se volcaron para aplicar una sanción ejemplar a quienes dirigían la agitación por la jornada de 8 horas. Spies, Parsons, Fielden, Fischer, Engel, Schwab, Lingg y Neebe pagaron con sus vidas, o la cárcel, el crimen de tratar de poner un límite horario a la explotación del trabajo humano.

El 11 de noviembre de 1887, un año y medio después de la gran huelga por las 8 horas, fueron ahorcados en la cárcel de Chicago los dirigentes anarquistas y socialistas August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer y George Engel. Otro de ellos, Louis Lingg, se había suicidado el día anterior. La pena de Samuel Fielden y Michael Schwab fue conmutada por la de cadena perpetua, es decir, debían morir en la cárcel, y Oscar W. Neebe estaba condenado a quince años de trabajos forzados. El proceso había estremecido a Norteamérica y la injusta condena (sin probárseles ningún cargo) conmovió al mundo. Cuando Spies, Parsons, Fischer y Engel fueron colgados, la indignación no pudo contenerse, y hubo manifestaciones en contra del capitalismo y de sus jueces en las principales ciudades del mundo. De allí empezó a celebrarse cada 1° de mayo el “Día Internacional de los Trabajadores”, conmemorando exactamente el inicio de la huelga por las 8 horas y no su aberrante epílogo. Pero fue el sacrificio de los héroes de Chicago el que grabó a fuego en la conciencia obrera aquella fecha inolvidable.

LOS HECHOS

Luego del enfrentamiento de huelguistas y esquiroles frente a la fábrica McCormik, la tarde del 3 de mayo de 1886 se reunió en Chicago el grupo socialista de trabajadores alemanes “Lehr und Wehr Verein” (Asociación de Estudio y Lucha). Con asistencia de Engel y Fischer, se acordó convocar un mitin de protesta en la plaza Haymarket, para el día siguiente por la tarde (4 de mayo). Fischer se entrevistó con Spies el día 4 por la mañana, comprometiéndolo a hablar en aquel mitin.

Parsons no estaba en la ciudad. Se hallaba en Cincinnati. Llegó el día 4 en la mañana a Chicago y, sin saber de la concentración, queriendo ayudar a su esposa en la organización de las costureras, convocó a una reunión en las oficinas del diario “Arbeiter Zeitung”. Al mismo lugar llegaron Fielden y Schwab, donde Parsons se presentó con su esposa mexicana, Lucy González, dos de sus hijos y miss Holmes, del gremio de las costureras.

Schwab partió a un mitin en Deering, donde estuvo hasta las diez y media de la noche. En ese momento vinieron a buscar a Parsons, porque en la plaza de Haymarket faltaban oradores en inglés, y fue éste con toda su familia. Hablaron allí Spies, Parsons y Fielden, que debía cerrar la manifestación.

Mientras continuaba hablando Fielden, Parsons fue al cercano local Zept Hall para protegerse de la lluvia, que empezaba a caer. Allí se encontraba ya Fischer. En la tribuna seguían Fielden, que era el orador, y Spies, cuando de pronto (según el testimonio del apóstol cubano José Martí, entonces corresponsal de prensa en los Estados Unidos) “se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra, húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, uno sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire”.

Esa bomba lanzada por mano anónima fue seguida del fusilamiento de la multitud por la policía, dejando a 38 obreros muertos y 115 heridos y puso en difícil situación a los dirigentes. Se hallaron (en palabras de Martí) “acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte de seis más y abrió en otros 50 heridas graves…”.

En la redada policial que siguió a la masacre (más de 300 detenidos en un día), bajo estado de sitio, toque de queda y ocupación militar de los barrios obreros, fueron aprehendidos Spies, Schwab y Fischer, en las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, esa misma noche. A Fielden, herido, lo sacaron de su casa. A Engel y Neebe, de sus casas también. Lingg fue apresado en su buhardilla, luego de enfrentarse a bofetadas con los policías que lo iban a detener. Le hallaron bombas. Parsons logró escapar, pero se presentó voluntariamente al Tribunal, al iniciarse el proceso, para compartir la suerte de sus compañeros.

EL PROCESO

El 17 de mayo de 1886 se reunió el Tribunal Especial, ante el cual comparecieron: August Spies, 31 años, periodista y director del “Arbeiter Zeitung”; Michael Schwab, 33 años, tipógrafo y encuadernador; Oscar W. Neebe, 36 años, vendedor, anarquista; Adolf Fischer, 30 años, periodista; Louis Lingg, 22 años, carpintero; George Engel, 50 años, tipógrafo y periodista; Samuel Fielden, 39 años, pastor metodista y obrero textil; Albert Parsons, 38 años, veterano de la guerra de secesión, ex candidato a la Presidencia de los Estados Unidos por los grupos socialistas, periodista; Rodolfo Schnaubelt, cuñado de Schwab, y los traidores William Selinger, Waller y Scharader, ex integrantes del movimiento obrero que testificaron en falso contra quienes llamaban “camaradas” y cuyo perjurio fue posteriormente comprobado, cuando ya sus declaraciones habían sido acogidas por el Tribunal y ahorcados cuatro de los acusados.

El 21 de junio de 1886 se procedió al examen de jurados entre 981 candidatos, ante el juez Joseph E. Gary, que debía seleccionar a 12 de ellos. 5 ó 6 obreros, que se presentaron como posibles jurados, fueron recusados por el ministerio público. Se admitió sólo a los individuos que daban garantías de sustentar prejuicios antisocialistas o antianarquistas, predispuestos con anticipación contra los detenidos, a quienes se acusó formalmente de “conspiración de homicidio”, por la muerte del policía Mathias Degan, alcanzado por la bomba, y por otros 69 cargos. 5 de los acusados habían nacido en Alemania y uno en Inglaterra, lo que estimulaba las acusaciones contra la “inspiración foránea” de la agitación obrera.

En realidad; siguiendo el testimonio de Martí, se los procesaba “por explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la ley. En Nueva York, entre tanto, los culpables en un caso de incitación directa a la rebeldía habían sido castigados ¡con doce meses de cárcel y 250 dólares de multa!”.

Nada se decía en la acusación de la huelga nacional por la jornada de 8 horas, y menos de las condiciones de vida que sufrían los obreros en los Estados Unidos. Los acusadores estaban obsesionados por “la conspiración de la dinamita”, y aseguraban que Schnaubelt (cuñado de Schwab) había arrojado la bomba en Haymarket, que Spies y Fischer le habían ayudado en esa tarea, que Lingg la habría fabricado y transportado hasta la plaza…

Después de 22 días de examen de candidatos, el Gran Jurado estuvo dispuesto para la vista de la causa. Entre tanto, el alguacil especial Henry Rice se jactaba ante sus amigos, como se supo posteriormente, de que él mismo se había encargado de prepararlo todo para que formasen parte del Jurado sólo hombres declaradamente adversos a los acusados y éstos no escaparan así de la horca.

El 15 de julio de 1886, el fiscal Grinnell, como representante del Estado de Illinois, empezó la acusación por los delitos de conspiración y asesinato de policías, prometiendo probar en el juicio quién había arrojado la bomba en la plaza Haymarket. Fundaba la acusación en que los procesados pertenecían a una “asociación secreta” que se proponía hacer la revolución social y destruir el orden establecido, empleando la dinamita para ello.

El 1º de mayo (según Grinnell) era el día señalado para iniciar la subversión, “pero causas imprevistas lo impidieron”. Así quedó aplazada, decía, para el 4 de mayo en la plaza de Haymarket. El plan revolucionario, dijo el fiscal, había sido preparado por August Spies, pero no sólo eso, también éste había encendido la mecha de la bomba, antes de que la lanzara Schnaubelt sobre los policías. Seguía el fiscal: “La vasta conspiración es obra de la Internacional. Los miembros de dicha asociación se dedican, unos a la propaganda, otros a la fabricación de bombas y otros a entrenar en el manejo de las armas a sus afiliados”.

Demostró Grinnell que todos los acusados eran anarquistas o socialistas, lo que ellos reconocieron de buen grado, pero no pudo probar su participación directa en el delito que les imputaba.

Los testigos utilizados por la acusación eran el capitán de Policía Bonfield, que ordenó disparar contra la multitud en Haymarket, y los ex anarquistas Waller, Schrader y Selinger, que declararon contra sus antiguos camaradas, pagados o coaccionados por la policía: Waller aseguraba que sí existió conspiración, pero se confundió ante las miradas de los que lo habían considerado un compañero, y entonces el fiscal interrogó a Schrader. Pero éste, “más cobarde que vil”, titubeó tanto, su declaración se hizo tan contradictoria y torpe, que el procurador del Estado gritó a la defensa: “Llevaos este testigo: no es nuestro, es vuestro”.

El testigo Gillmer dijo que vio a Schnaubelt (cuñado de Schwab) arrojar la bomba ayudado por Fischer y Spies, pero se probó que Fischer estaba en ese momento fuera de la plaza, en el Zept Hall, y Spies en la tribuna de oradores, y que Schnaubelt estaba en un sitio de la plaza distinto al lugar desde donde fue arrojada la bomba.

Para probar la existencia de una “conspiración”, el fiscal recurrió a la prensa anarquista, presentando fragmentos de artículos y reproducción de discursos de los procesados, muy anteriores a los sucesos materia de juicio. Las citas eran amañadas y absolutamente fuera de contexto, pero se leyeron de manera melodramática ante los jurados, y se exaltaron las pasiones de los mismos exhibiéndoles bombas reales, armas, dinamita y hasta uniformes ensangrentados de los policías heridos en Haymarket. Pero no se demostró judicialmente ninguna relación concreta entre la bomba arrojada allí y los procesados.

José Martí dijo expresamente en su crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que Ling “cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de cuero”, que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa, “Manuales de guerra revolucionaria”. Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.

La defensa acusó al capitán Bonfield, a cargo de la Policía en Haymarket, de estar pagado por la “Citizens Association”, una “organización burguesa de conspiradores capitalistas”, que venía buscando el momento para descabezar el movimiento obrero en Chicago. Spies llegó a decir: “Somos acusados de conspiración por los verdaderos conspiradores y sus instrumentos… Si no se hubiera arrojado esa bomba, igual habría hoy centenares de viudas y de huérfanos… Bonfield, el hombre que haría avergonzar a los héroes de la noche de San Bartolomé, el ilustre Bonfield que habría prestado innegables servicios a Doré como modelo para los demonios de Dante, Bonfield era el hombre capaz de llevar a la práctica la conspiración de la “Citizens Association” de nuestros patricios”.

HABLAN LOS SENTENCIADOS

El 20 de agosto de 1886, ante el Tribunal en pleno, fue leído el veredicto del Jurado: condenados a muerte Spies, Schwab, Lingg, Engel, Fielden, Parsons, Fischer y a 15 años de trabajos forzados, Oscar W. Neebe.

Se les concedió el uso de la palabra a los sentenciados. Sus discursos se conservan y algunos fragmentos de ellos se reproducen aquí, en el orden en que fueron pronunciados. Hiela la sangre leerlos. Se trata de hombres que sabían de antemano que serían condenados a la pena capital y por un crimen que no habían cometido. Sus palabras, inspiradas y proféticas, tienen un patetismo que los años pasados desde entonces no logran borrar.

DISCURSO DE AUGUST SPIES

(Director del “Arbeiter Zeitung”, 31 años. Nacido en Alemania Central)

“Al dirigirme a este Tribunal lo hago como representante de una clase social enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos en ocasión semejante: “Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia”.

Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de que el ministerio público no ha presentado prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba, ni siquiera de que en tal asunto haya tenido yo la menor intervención. Sólo el testimonio del procurador del Estado y el de Bonfield, y las contradictorias declaraciones de Thompson y de Gillmer, testigos pagados por la Policía, pueden hacerme aparecer como criminal.

Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente concebido y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas.

Se han cometido muchos crímenes jurídicos aun obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión, ni esa excusa existe. Por sí mismos, los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un Jurado viciado en su origen. Ante este Tribunal, ante el público, yo acuso al procurador del Estado, y a Bonfield, de conspiración infame para asesinarnos.

La tarde del mitin de Haymarket encontré a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento en que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thompson. Sabe que no bajé de la tribuna para encender la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Sencillamente porque probaría el perjurio de Thompson y la falsedad de Gillmer. Y el nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el ministerio público. No fue, sin embargo, citado a declarar, y la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 dólares para que abandonara la ciudad, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner, nadie sabía de él ¡el honorable, el honorabilísimo fiscal Grinnell, me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarlo! Tres semanas después supe que aquel joven había sido llevado detenido por dos policías a Buffalo, Estado de Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!

Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido el causante de que se la arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí… Mas, decís, “habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita”. Y bien, todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados “Tribune” y “Times”, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al “Arbeiter Zeitung” ¿Por qué no traéis al estrado a los editores de aquellos periódicos?

Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje. Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del Jurado y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡El patriotismo es el último refugio de los infames!

¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos?

Hemos explicado al pueblo sus condiciones y las relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades, iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho, además, que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el socialismo. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la de una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.

Grinnell ha dicho repetidas veces que es el anarquismo lo que se trata de sojuzgar. Pues bien, la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En ese mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: “Es el anarquismo al que se juzga”. Si así es, por vuestro honor que me agrada: yo me sentencio, porque soy anarquista. Yo creo como Burke, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde una clase vive a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden- yo creo, digo, que esta bárbara forma de organización social, con sus robos y asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o a la hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable Jurado, pero que al menos se sepa que aquí, en Illinois, ocho hombres fueron condenados por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el triunfo final de la Libertad y de la Justicia!

Grinnell ha repetido varias veces que éste es un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!

Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahorcadnos!… Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá, y debajo, y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina.

Vosotros no podéis entender esto. No creéis en las artes diabólicas, como nuestros antecesores, pero creéis en las conspiraciones. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patrones que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores… Suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario.

Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.

El discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de 2 horas. Hablaba como un iluminado, y las interrupciones parecían hacerlo más enérgico y elocuente.

DISCURSO DE MICHAEL SCHWAB

(Nacido en Baviera, Alemania. Tipógrafo. Tenía 33 años en el momento del juicio)

“Hablaré poco, y seguramente no despegaría mis labios si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que acaba de desarrollarse.

Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento social no es una conspiración, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo, y ese cambio viene, ese cambio no puede menos que llegar…

Si nosotros calláramos, hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos; los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por sus rudas faenas, y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes…

Como obrero que soy, he vivido entre los míos; he dormido en sus tugurios y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria, y morir de hambre a hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad, aquí en América, no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo, he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficientes; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos restos de verdura. Las enfermedades se ceban en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada?

De ahí, pues, que haya aquí más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden desde fuera.

El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar.

Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien dice que esto no es americano. Entonces, ¿será americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano explotar y robar al pobre, será americano fomentar la miseria y el crimen? ¿Qué han hecho los partidos políticos tradicionales por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada, excepto corromperlo comprando votos en los días de elecciones. Es natural después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre se vea obligado a vender su conciencia…

“El anarquismo está muerto”, ha dicho el fiscal. El anarquismo hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tiene poder para matar ninguna doctrina. El anarquismo es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará algún día… La anarquía es un orden sin gobierno. Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social, la violencia se emplea a cada momento, y por eso nosotros propagamos la violencia también, pero solamente contra la violencia, como un medio necesario de defensa”.

DISCURSO DE OSCAR NEEBE

(Nacido en Filadelfia, de padres alemanes, no era obrero, sino vendedor de levaduras en una empresa propiedad de su familia. Desde su adolescencia trabajó a favor de los desheredados y organizó varios importantes sindicatos por oficio. Fue condenado a 15 años de prisión)

“Durante los últimos días he podido aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignoraba que pudiera estar convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons…

Con anterioridad al 4 de mayo yo había cometido ya otros delitos. Mi trabajo como vendedor de levaduras me había puesto en contacto con los panaderos. Vi que los panaderos de esta ciudad eran tratados como perros… Y entonces me dije: “A estos hombres hay que organizarlos; en la organización está la fuerza”. Y ayudé a organizarlos. Fue un gran delito. Aquellos hombres ahora, en vez de estar trabajando catorce y dieciséis horas, trabajan diez horas al día… Y aún más: cometí un delito peor… Una mañana, cuando iba de un lado a otro con mis trastos, vi que los obreros de las fábricas de cerveza de la ciudad de Chicago entraban a trabajar a las cuatro de la mañana. Llegaban a su casa a las siete u ocho de la noche. No veían nunca a su familia; no veían nunca a sus hijos a la luz del día… Puse manos a la obra y los organicé.

En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab, y entonces fue también cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin de Haymarket durante la tarde anterior. Después que terminé mis faenas fui a las oficinas del “Arbeiter Zeitung”, en donde me encontraba cuando fue allanado el periódico…

Veinticinco policías allanaron mi casa el mismo día y encontraron un revólver y una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo.

Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en su casa… Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el “Arbeiter Zeitung”: he ahí mis delitos. Pues bien: me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos, y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán, en caso contrario, entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es lo que tengo que decir. Yo os suplico: ¡Dejadme participar de la suerte de mis compañeros! ¡Ahorcadme con ellos!”.

DISCURSO DE ADOLF FISCHER

(Nacido en Bremen, Alemania. Periodista. Tenía 30 años)

“No hablaré mucho; solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido crimen ninguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar mis ideas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la redención de la especie humana, entonces yo lo digo muy alto: disponed de mi vida.

Aunque soy uno de los que prepararon el mitin de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba. Yo no niego que he concurrido a tal mitin, pero tal mitin… (Se le acerca, entonces, el defensor, Mr. Solomon, aconsejándole que no continúe en tal tono, que no es conveniente, etcétera.) … Sois muy bondadoso, Mr. Solomon. Sé muy bien lo que estoy diciendo: Ahora bien, el mitin de Haymarket no fue convocado para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado para protestar contra los atropellos y asesinatos de la Policía en la fábrica McCormik.

Pocas horas antes del mitin en Haymarket habíamos tenido una reunión para tomar la iniciativa y convocar a esa manifestación popular. Se me comisionó para que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar los volantes. Cumplí este encargo invitando a Spies a que hablara en el mitin y mandando a imprimir veinticinco mil volantes. En el original aparecían las palabras “¡Trabajadores, acudid armados!”: Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados impunemente, indefensos. Cuando Spies vio dicho original, se negó a tomar parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo accedí a sus deseos, y Spies habló en Haymarket. Esto es todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin…

Yo no he cometido en mi vida ningún crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr. Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder sentenciarnos a muerte. Yo le denuncio aquí públicamente. Si creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis nuestras ideas, estáis en un error, porque éstas son inmortales. Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es cuanto tengo que decir”.

DISCURSO DE LOUIS LINGG

(Era el único acusado efectivamente dispuesto a utilizar métodos terroristas, experto, además, en fabricar bombas. Carpintero. Tenía 22 años. Había nacido en Alemania)

“Me acusáis de despreciar la ley y el orden. ¿Y qué significan la ley y el orden? Sus representantes son los policías, y entre éstos hay muchos ladrones. Aquí se sienta el capitán Schaack. El me ha confesado que mi sombrero y mis libros habían desaparecido de su oficina, sustraídos por los policías. ¡He ahí vuestros defensores del derecho de propiedad!

Yo repito que soy enemigo del orden actual y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras respire. Declaro otra vez franca y abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He dicho al capitán Schaack, y lo sostengo, que si vosotros empleáis contra nosotros vuestros fusiles y cañones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente porque estáis pensando: “Ya no arrojará más bombas”. Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados, ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza os digo: ¡Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad! ¡Ahorcadme!”.

DISCURSO DE GEORGE ENGEL

(Alemán de nacimiento, había emigrado a los EEUU en 1873, estableciéndose primero en Nueva York y Filadelfia. Tipógrafo y periodista. Tenía 50 años al ser condenado a la horca en Chicago)

“Es la primera vez que comparezco ante un Tribunal americano, y en él se me acusa de asesinato. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora.

Aquí también, en esta “libre república”, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con que alimentarse en los montones de basura de las calles.

Cuando en 1878 vine a esta ciudad, creí hallar más fácilmente medios de vida aquí que en Filadelfia, donde me había sido imposible vivir por más tiempo. Pero mi desilusión fue completa. Empecé a comprender que para el obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia o Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta república tan ponderada. Un compañero de taller me hizo comprender científicamente la causa de que en este rico país no pueda vivir decentemente el proletariado. Compré libros para ilustrarme más, y yo, que había sido político de buena fe, abominé de la política y de las elecciones y también comprendí que todos los partidos estaban degradados… Entonces entré en la Asociación Internacional de Trabajadores. Los miembros de esta asociación están convencidos de que sólo por la fuerza podrán emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la Historia enseña. En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la esclavitud, y así como fue ahorcado el primero que en este país agitó la opinión contra la esclavitud, vamos a ser ahorcados nosotros.

¿En qué consiste mi crimen?

En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones utilizando las máquinas, otros caen en la degradación y en la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la Naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar…

En la noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber descubierto el ministerio público.

Es cierto que tengo relaciones con mis compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en reuniones de trabajadores. No niego tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante. Esa es mi opinión y mi deseo.

Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás yo lo desprecio; desprecio el poder de un Gobierno inicuo, sus policías y sus espías. Nada más tengo que decir”.

DISCURSO DE SAMUEL FIELDEN

(Pastor metodista y obrero textil. Tenía 39 años. Había nacido en Inglaterra)

“Habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones gremiales y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Mas no conocía el remedio para los males sociales. Pero discutiendo y analizando las cosas en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y ésta fue la enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La Constitución de los Estados Unidos, cuando dice “el derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado” da a cada ciudadano, reconoce a cada individuo, el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social y por ésta, y sólo por ésta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte…

Se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal ¡Andad! Id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte…

La cuestión social es una cuestión tanto europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a las que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En dónde está la diferencia de país a país?

Habéis traído aquí a los corresponsales de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han podido acudir nuestros adversarios… y, en resumen, os digo que esos periodistas son hombres que no dependen de sí mismos, que no son libres, que obran a instigación ajena, y lo mismo pueden acusarnos de un crimen que proclamarnos el más virtuoso de todos los hombres. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880 nos ha escrito repetidas veces ofreciéndonos declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente a la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusase en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de “anarquistas”, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios…

Si me juzgáis convicto de haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad…

Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo, como yo entiendo que los he invocado en favor de la Humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio…

Yo amo a mis hermanos, los trabajadores, como a mí mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la Humanidad, pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un solo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones”.

DISCURSO DE ALBERT PARSONS

(De 38 años, ex candidato a la Presidencia de los EEUU, había nacido en el Sur, en Alabama, y peleado en la guerra de secesión. Luego abandonó fortuna y familia -que, de paso, lo había repudiado por casarse con una mexicana de origen indígena- para dedicarse a la propagación de ideas socialistas)

“Me preguntáis qué fundamentos hay para concederme una nueva prueba de mi inocencia. Yo os contesto y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la pasión, engendrado por la pasión y realizado, en fin, por la pasión de la ciudad de Chicago. Por este motivo, yo reclamo la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata. ¿Y qué es la pasión? Es la suspensión de la razón, de los elementos de discernimiento, de reflexión y de justicia necesarios para llegar al conocimiento de la verdad. No podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio de la prensa burguesa, de los monopolizadores del capital, de los explotadores del trabajo…

Hay en los Estados Unidos, según el censo de 1880, dieciséis millones doscientos mil jornaleros. Estos son los que por su industria crean toda la riqueza de este país. El jornalero es aquél que vive de un salario y no tiene otros medios de subsistencia que la venta de su trabajo hora tras hora, día tras día, año tras año. Su trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y sus manos. De aquellos dieciséis millones de jornaleros, sólo nueve millones son hombres; los demás, mujeres y niños…

Ahora bien, señores; yo, como trabajador, he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos de su trabajo…

Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más qué un derecho y un deber, el de la obediencia.

¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados a la fosa se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah, no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero, para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso…

Yo estaba libre y lejos de Chicago cuando vi que se había fijado la fecha de la vista de este proceso. Juzgándome inocente y sintiéndome asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y afrontar con ellos, si era preciso, la sentencia; que mi deber era también defender desde aquí los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. Me dirigí a la casa de mi amiga miss Ames, en la calle Morgan. Hice venir a mi esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al capitán Black, señalándole que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este Tribunal. Sólo tengo que añadir: aún en este momento no tengo de qué arrepentirme”.

(El discurso de Parsons duró ocho horas y lo pronunció en dos sesiones, los días 8 y 9 de octubre de 1886).

Pronunciadas las condenas a muerte, hubo una gran movilización popular en todos los Estados Unidos y algunos países europeos para lograr anular la sentencia. En Berlín, París y Londres se realizaron masivos mítines callejeros contra el fallo. En el efectuado en la capital inglesa hablaron el dramaturgo George Bernard Shaw, el teórico anarquista Piotr Kropotkin, el socialista William Morris y la teósofa Annie Besan. Pero las presiones más directas se ejercían en el propio Chicago. Sólo se consiguió, después de cientos de miles de solicitudes, contrasolicitudes, audiencias y manifestaciones, que la Corte Suprema del Estado de Illinois viera el caso, pero ésta no hizo más que confirmar la sentencia.

El gobernador del Estado de Illinois, Oglesby, recibió una petición con más de 200.000 firmas en la que se le instaba a perdonar la vida de los condenados. También leyó una carta enviada por Parsons, en que éste decía que, habiendo sido culpado de asesinato por el solo hecho de haber asistido a la manifestación de Haymarket, solicitaba la suspensión temporal de la ejecución, para que su esposa y sus hijos, que también habían estado presentes en el mitin, pudieran ser juzgados, sentenciados y ejecutados junto con él. Al leer estas palabras, el gobernador Oglesby exclamó: “¡Dios mío, que cosa tan horrible!”, y no quiso saber más del caso.

Entre tanto, la gran prensa capitalista de los Estados Unidos caldeaba los ánimos presentando a los reos como “bestias dañinas”, que merecían “todo el rigor de la ley”, y apremiaba por su pronta ejecución.

La angustia de los familiares de los condenados aumentaba día a día. Ellos, desafiantes, aguardaban el desenlace sin temor. Al borde del cadalso, August Spies conquistaba (sólo con su apostura, que ella ve desde lejos, y con sus ideas y su palabra) el amor de una distinguida joven de Chicago, Nina van Zand. Escribió José Martí: “Prendada de la arrogante hermosura y el dogma humanitario de Spies, se le ofreció de esposa en el umbral de la muerte, y de mano de su madre, de distinguida familia, se casó con el preso; llevó a su reja día sobre día el consuelo de su amor, libros y flores; publicó con sus ahorros, para allegar recursos a la defensa, la autobiografía soberbia y breve de su desposado, y se fue a echar de rodillas a los pies del gobernador para pedirle clemencia”.

La esposa de Albert Parsons, Lucy, de origen mexicano, entre tanto, recorría los Estados Unidos, “aquí rechazada, allí silbada, allá presa, hoy seguida de obreros llorosos, mañana de campesinos que la echan como a bruja, después de catervas de crueles chicuelos para “pintar al mundo el horror de la condición de estas castas infelices”, mayor mil veces que el de los medios propuestos por los anarquistas para terminarlo”.

Hasta que se llegó al día del “cúmplase” de la sentencia. El 10 de noviembre de 1887, un día antes, Louis Lingg sacó de entre sus ensortijados cabellos una diminuta bomba en forma de cigarrillo que allí había escondido, la encendió con la llama de la bujía de su celda, y se la llevó a la boca. Se destrozó totalmente la cara, el cuello y la laringe, y murió seis horas más tarde. El gobernador Oglesby conmutó esa misma noche, víspera de la ejecución, la pena de muerte a Schwab y Fielden por la de presidio perpetuo. Tres días antes, Engel había tratado de tomar una botella de láudano para quitarse la vida, pero había sido sorprendido por sus carceleros, que lo cuidaron esmeradamente para poder ahorcarlo como manda la ley.

LA EJECUCION

El 11 de noviembre de 1887 se consumó el crimen legal. Engel, Spies, Parsons y Fischer fueron ahorcados. Entre los periodistas que cubrieron aquella trágica noticia en Chicago estaba José Martí, cuyo relato del acto final fue publicado en el diario “La Nación”, de Buenos Aires, el 1° de enero de 1888. Por su insuperable elocuencia y realismo, reproducimos aquí (por su pluma) el relato que hiciera de aquellos minutos dramáticos que vivió desde tan cerca.

“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el “Sun” de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor… por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.

-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.

El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.

-La trampa está firma, a unos diez pies del suelo… No; los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente… Sí, la milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie… De veras que Lingg era hermoso…

Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato… Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba “El tejedor”, de Enrique Heine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:

“Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos; 
¡Adelante, adelante el tejedor!

Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador; 
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza. 
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!

¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!’

Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender vuelo.

El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.

-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?

-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta.

-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?

-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe tres vasos…

Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el “Arbeiter Zeitung” el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo. ¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles! “Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin”.

Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de “La Marsellesa” que cantó con la cara vuelta al cielo… Parsons, a grandes pasos mide el cuarto…, vuélvese hacia la reja…, gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.

Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!

Salen de sus celdas al pasadizo angosto. “¿Bien?”. “¡Bien!”. Se dan la mano, sonríen, crecen: “Vamos”.

El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!

Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.

Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; “La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora”. Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: “Este es el momento más feliz de mi vida”.

“¡Hurra por la anarquía!”, dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. “Hombres y mujeres de mi querida América…”, empieza a decir Parsons… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”.

EPILOGO

Los funerales de los que ya mismo se empezó a llamar Mártires de Chicago se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El ataúd de Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons, escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros), envueltos en banderas rojas. Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000 flanquearon el recorrido. Durante días las casas obreras de Chicago exhibieron una flor de seda roja clavada a su puerta en señal de duelo.

En 1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld, accedió a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas por el juez Eberhardt entonces establecieron que los ahorcados no habían cometido ningún crimen y que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”. Schwab, Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La hermana del testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era falso y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron declaraciones contra el capitán Bonfield, que había manifestado: “Dénme unos tres mil de esos anarquistas y yo sé lo que voy a hacer con ellos”; se probó cómo el procurador especial Rice dispuso la integración espúrea del Jurado y otros delitos semejantes. Pero ya era demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas de un error judicial”, estaban muertos.