La petrolera y el TLC: crónica de una muerte anunciada

El 6 de junio de 2011, La Nación tituló en primera plana “Empresa se ampara en TLC y presiona por concesión petrolera”. Parecía que por fin estaban publicando alguno de los cientos de artículos que escribimos entre 2003 y 2007 denunciando las amenazas de ese nefasto tratado para nuestro ambiente, nuestra soberanía, nuestra institucionalidad y nuestra dignidad. Pero no. Nada más era la realidad.

Nunca quisieron escuchar nuestras advertencias. Nos llamaron mentirosos mil veces. ¿Que tenía que ver el TLC con la explotación petrolera? Nada… “un invento de los del NO”.

Lo advertimos hasta quedar sin voz. Pero estaban demasiado concentrados en los negocios de Taboga, como para preocuparse por el interés nacional.

En otras circunstancias bastaría con gritar: ¡se los dijimos! Si no fuera porque están en juego nuestros recursos naturales, nuestra biodiversidad, nuestra idenpendencia como Nación soberana. Pequeñeces para el Comex. Daños colaterales. “Todo tiene su precio”. Los “perdedores” del TLC.

Para refrescar la memoria les adjunto un artículo de finales de 2005 sobre el infame tratado y la amenaza petrolera. Basta con sustituir “Harken Energy” por “Mallon Oil”.

La lucha continúa. No me cabe la menor duda de que, al final, una vez más derrotaremos a esta nueva trasnacional aventurera que pretende despedazar toda la Zona Norte de Costa Rica. Eso sí, por favor, no dejemos que queden impunes los traidores, lo mentirosos, los vendepatrias. Ya es hora de que respondan por todo el daño que le han hecho al país.

Saludos cordiales,

José María Villalta

De cómo el TLC afecta y reduce el derecho de la población a participar en los procesos donde se discuten asuntos relacionados con el ambiente

El caso Harken sin y con TLC

José María Villalta Flórez-Estrada

I.- Introducción.- El reclamo presentado por la empresa estadounidense Harken Energy Co. contra el Gobierno de Costa Rica por la resolución de un contrato de exploración y explotación petrolera en el Caribe costarricense, constituye una oportunidad única para analizar, en la práctica, el impacto negativo que el Tratado de Libre Comercio República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos (TLC) tendrá sobre el derecho de las comunidades y la población en general a participar activamente en los asuntos que involucren la protección del ambiente.

En el caso de otros tratados con disposiciones similares como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) suscrito hace 12 años entre México, Estados Unidos y Canadá, el alcance y magnitud de este impacto solo pudo ser conocido con posterioridad a su entrada en vigencia. A través de un sinnúmero de casos en los que este derecho ha resultado considerablemente afectado.

En momentos en que la Asamblea Legislativa de Costa Rica discute sobre la aprobación o no del TLC, el pueblo costarricense tiene la opción de aprender las lecciones, no solo de la aplicación del TLCAN, sino a través de un caso concreto de notable interés público.

En efecto, hoy en día el caso Harken se conoce en los tribunales de justicia nacionales. Sin embargo, de haber estado vigente el TLC su tramitación habría sido muy distinta. También los espacios de participación de la población directamente afectada por el proyecto de explotación petrolera y sus impactos ambientales, serían totalmente diferentes.

II.- Antecedentes del caso. A través de su subsidiaria en el país, Harken Costa Rica Holding LLC, la empresa estadounidense Harken Energy obtuvo una concesión del Estado para realizar actividades de exploración y explotación petrolera en un amplio territorio ubicado en la costa caribeña (provincia de Limón).

Este proyecto generó una gran controversia en el país pues tanto las comunidades locales, como amplios sectores de la sociedad civil manifestaron su preocupación por sus impactos sociales y ambientales. Sin embargo, la extracción de petróleo nunca llegó a concretarse.

La razón es que, a inicios de 2002, la Secretaría Técnica Nacional Ambiental (SETENA) del Ministerio de Ambiente y Energía (MINAE), autoridad encargada de evaluar la viabilidad ambiental de aquellas actividad susceptibles de afectar negativamente el ambiente, rechazó por unanimidad el Estudio de Impacto Ambiental del “Proyecto Perforación de pozo exploratorio petrolero (fase 2)”, presentado por la empresa concesionaria, por considerar que dicho proyecto “no es viable ambientalmente”. (Resolución No. 0146-2001-SETENA de 25 de febrero de 2002) Esta resolución fue posteriormente confirmada en mayo de 2002 por la Ministra de Ambiente y Energía en ejercicio.

Como consecuencia de lo resuelto por la SETENA, el Poder Ejecutivo declaró en 2005 la resolución y caducidad del contrato suscrito entre el Estado costarricense y Harken Costa Rica Holding LLC, para la exploración y explotación de hidrocarburos en el territorio nacional (Resolución 019-2005-P-MINAE). La resolución del contrato se dictó sin responsabilidad para el Estado, con base en el incumplimiento de la empresa en demostrar la viabilidad ambiental del proyecto planteado.

En setiembre de 2003, precisamente en momentos en que el TLC se encontraba en pleno proceso de negociación, Harken había presentado una solicitud de arbitraje internacional contra el Estado Costarricense ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial. En esta solicitud, la empresa cuestionó la decisión de la SETENA y solicitó una millonaria indemnización por cincuenta siete mil millones de dólares ($57,000 millones).[1]

El arbitraje nunca se realizó porque el Gobierno Costarricense negó su consentimiento a someter el caso a este mecanismo de solución de controversias. El Poder Ejecutivo estimó que el objeto de la controversia implicaba asuntos de evidente interés público: la actuación de las autoridades técnicas ambientales en la aplicación de la legislación ambiental del país. Por tal motivo, consideró que el caso debía ser conocido por los tribunales nacionales especializados en la materia. No era conveniente someterlo a un arbitraje internacional de naturaleza privada. Esta posición fue resumida por el entonces Presidente de la República, Dr. Abel Pacheco de la Espriella, de la siguiente manera:

“Costa Rica tiene el soberano derecho de que las diferencias, si a alguno le asiste la razón para un reclamo, sean resueltas por las autoridades administrativas o judiciales de Costa Rica”.[2]

Un criterio similar ha sido sostenido recientemente por el actual Ministro de Ambiente y Energía, Roberto Dobles, quién ante una nueva petición de la empresa para someter el caso a un arbitraje privado en el seno de la Cámara de Comercio manifestó a la prensa que:

“El centro de arbitraje no es el foro para dirimir este caso (…) para eso están los tribunales”.[3]

Ante esta posición de las autoridades nacionales, efectivamente Harken decidió someter su reclamo ante los tribunales de justicia del país. Presentó una demanda contra el Estado Costarricense ante la jurisdicción contencioso-administrativa, que, actualmente, se tramita bajo el expediente N° 05-000323-0163-CA.

La historia de este caso habría sido radicalmente distinta si el TLC se encontrara vigente. El Estado Costarricense habría quedado imposibilitado de ejercer ese “soberano derecho” a decidir si, para el caso concreto, aceptaba o no someterse al arbitraje propuesto por Harken. Por ser esta empresa un “inversionista” de capital estadounidense habría podido acogerse a las disposiciones del Capítulo 10 “Inversión” del TLC, el cual, en su Sección B (artículo 10.15 y siguientes) incorpora el régimen de solución de controversias conocido como “Inversionista-Estado”.

De acuerdo con el artículo 10.17 del citado Capítulo, Costa Rica se obliga de forma genérica a aceptar someterse a la competencia de tribunales arbitrales internacionales, cada vez que así lo soliciten los inversionistas de las otras Partes o empresas controladas por esos inversionistas, cuando estimen que alguna decisión del Estado ha afectado sus inversiones en el país.

Concretamente, tales demandas pueden ser interpuestas si los inversionistas consideran que el Estado Costarricense ha violado: A) una obligación contenida en el Sección A del Capítulo 10, B) un “acuerdo de inversión” o C) una “autorización de inversión”; y que “en virtud de dicha violación” han sufrido “pérdidas o daños” (artículo 10.16)

En el marco de este mecanismo, los inversionistas quedan facultados para cuestionar ante tales tribunales arbitrales cualquier decisión, actuación, regulación y, en general, toda aquella “medida”[4] de la Administración Pública cuando en su opinión produzca esa supuesta violación.

A lo anterior, es necesario agregar que el TLC amplía de manera radical el ámbito de competencia de estos tribunales arbitrales, más allá de lo establecido en otros tratados similares. En el TLCAN solo se permite el sometimiento de un reclamo a arbitraje cuando se incumplan las obligaciones contenidas en la sección A del Capítulo de Inversiones (trato nacional, nivel mínimo de trato, expropiación, etc.). Sin embargo, este Tratado extiende la cobertura del régimen “Inversionista-Estado” a cualquier medida adoptada por el Estado que a juicio del inversionista implique un incumplimiento de un “acuerdo de inversión” o una “autorización de inversión” (10.16.1, incisos a y b), otorgados de conformidad con las leyes nacionales y según los criterios establecidos en estas (10.22.2).

Si nos remitimos a las definiciones aplicables al Capítulo 10 contenidas en el numeral 10.28, podemos constatar que estos conceptos son tan amplios que permiten abarcar prácticamente cualquier contrato o concesión que otorgue el Estado sobre bienes de dominio público. De hecho, la definición de “acuerdo de inversión” expresamente incluye los acuerdos escritos que otorguen derechos a inversionistas “con respecto a recursos naturales o activos controlados por autoridades nacionales”.

De más está decir, que este concepto abarcaría las concesiones otorgadas por el Estado en relación con la exploración y explotación de hidrocarburos en el territorio nacional.[5] En este sentido, cualquier conflicto que surja en relación con las mismas, podría ser automáticamente trasladado al escrutinio de tribunales externos de carácter privado, sin que ni siquiera se le exija demostrar al inversionista que existe una violación de alguna otra disposición sustantiva del Tratado.

Así las cosas, de haber estado vigentes las obligaciones descritas cuando Harken presentó su solicitud de arbitraje, las autoridades ambientales de Costa Rica no podrían haber realizado las valoraciones que hicieron sobre la conveniencia de esta decisión, ni haber optado por que el asunto sea conocido por los tribunales de justicia. No habría importado que se tratara de un asunto de evidente interés público. No habría importado que se tratara de un conflicto de naturaleza ambiental. El Estado Costarricense habría quedado obligado a someter lo actuado por la SETENA y el MINAE en relación con el proyecto petrolero en el Caribe al escrutinio de los tribunales arbitrales regulados en el TLC.

De seguido analizaremos las implicaciones que tal conclusión tendrían para los derechos de participación de las y los habitantes en este tipo de procesos.

III.- Del derecho de participación en materia ambiental en Costa Rica. De acuerdo con el párrafo segundo del artículo 50 de nuestra Constitución Política:

“Toda persona tiene derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Por ello, está legitimada para denunciar los actos que infrinjan este derecho y exigir la reparación del daño causado.” (Énfasis agregado)

Con base en este trascendental precepto, la jurisprudencia de la Sala Constitucional ha sido contundente en reconocer la amplia legitimación procesal que en nuestro país les asiste a los habitantes para participar de manera directa en cualquier asunto, en sede administrativa o judicial, relacionado con la protección del medio ambiente. Esto último, incluye, por supuesto, aquellos casos donde se discuta la actuación del Estado en cumplimiento de su deber de garantizar, defender y preservar el derecho al ambiente de la población (párrafo tercero, art. 50, C. P.) De acuerdo con nuestro Máximo Tribunal Constitucional:

“Tratándose de la protección jurídica del ambiente, la legitimación de los particulares para actuar judicialmente y lograr la aplicación de las normas que tienen esa finalidad o bien, solicitar la tutela jurisdiccional para amparar sus derechos violados, es de gran importancia.(…) Esta Sala en Sentencia Número 2233-93 al señalar que la preservación y protección del ambiente es un derecho fundamental, da cabida a la legitimación para acudir a la vía de amparo. En el derecho ambiental, el presupuesto procesal de la legitimación tiende a extenderse y ampliarse en una dimensión tal, que lleva necesariamente al abandono del concepto tradicional, debiendo entender que en términos generales, toda persona puede ser parte y que su derecho no emana de títulos de propiedad, derechos o acciones concretas que pudiera ejercer según las reglas por del derecho convencional, sino que su actuación procesal responde a lo que los modernos tratadistas denominan el interés difuso, mediante el cual la legitimación original del interesado legítimo o aún del simple interesado, se difunde entre todos los miembros de una determinada categoría de personas que resultan así igualmente afectadas por los actos ilegales que los vulneran. Tratándose de la protección del ambiente, el interés típicamente difuso que legitima al sujeto para accionar, se transforma, en virtud de su incorporación al elenco de los derechos de la persona humana, convirtiéndose en un verdadero “derecho reaccional”, que, como su nombre lo indica, lo que hace es apoderar a su titular para “reaccionar” frente a la violación originada en actos u omisiones ilegítimos.” Es clara la sentencia transcrita en el sentido de que entratándose de la protección al ambiente, la legitimación se enmarca dentro de los llamados intereses difusos, pudiendo entonces, cualquier persona, alegar infracciones de esta clase de derechos.” (Votos N° 3705-93, 132-99)

En relación con la naturaleza particular de los intereses difusos también ha dicho la Sala:

“Ese concepto de “intereses difusos” tiene por objeto desarrollar una forma de legitimación, que en los últimos tiempos ha constituido uno de los principios tradicionales de la legitimación y que se ha venido abriendo paso, especialmente en el ámbito del derecho administrativo, como último ensanchamiento, novedoso pero necesario, para que esa fiscalización sea cada vez más efectiva y eficaz. Los intereses difusos, aunque de difícil definición y más difícil indentificación, no pueden ser en nuestra Ley -como ya lo ha dicho esta Sala- los intereses meramente colectivos; ni tan difusos que su titularidad se confunda con la de la comunidad nacional como un todo, ni tan concretos que frente a ellos resulten identificadas o fácilmente identificables personas determinadas, o grupos personalizados, cuya legitimación derivaría, no de los intereses difusos, sino de los corporativos o que atañen a una comunidad en su conjunto. Se trata, entonces, de intereses individuales, pero, a la vez, diluídos en conjuntos más o menos extensos y amorfos de personas que comparten un interés y, por ende, reciben un beneficio o un perjuicio, actual o potencial, más o menos igual para todos, por lo que con acierto se dice que se trata de intereses iguales de los conjuntos de personas que se encuentran en determinadas situaciones y, a la vez, de cada una de ellas. Es decir, los intereses difusos participan de una doble naturaleza, ya que son a la vez colectivos -por ser comunes a una generalidad- e individuales, por lo que pueden ser reclamados en tal carácter. Y precisamente ello es lo que sucede en el presente caso, en el cual el recurrente, evidentemente, tiene un interés individual en el tanto está siendo afectado por la contaminación de que es objeto su comunidad, pero también existe un interés colectivo, ya que la lesión también se produce a la colectividad como un todo. De manera que, entratándose del Derecho al Ambiente, la legitimación corresponde al ser humano como tal, pues la lesión a ese derecho fundamental la sufre tanto la comunidad como el individuo en particular.” (Voto No. 3705-93. El énfasis no es del original)

En relación estrecha con la protección del ambiente, se encuentran los asuntos vinculados con la preservación del patrimonio arqueológico, histórico y cultural de la Nación, que, de acuerdo con la jurisprudencia de la Sala Constitucional, se encuentran también comprendidos dentro de la categoría de los intereses difusos: “Los bienes arqueológicos, como subespecie de los valores histórico culturales, en el tanto se convierten en un medio de conocer la historia del hombre, sus orígenes y sus antecedentes, gozan de la misma protección privilegiada mediante la posibilidad de que cualquier persona, basada en la autorización que al respecto confiere el artículo 75 párrafo 2° de la Ley de la Jurisdicción Constitucional.” (Voto No. 2002-5245).

Como mucho mayor razón esta protección debe darse cuando el objeto de una controversia involucra una posible afectación a los derechos de las comunidades indígenas, que, además de las mencionadas normas constitucionales, se encuentran protegidos por el Convenio Nº 169 de la Organización Internacional del Trabajo, instrumento internacional de derechos humanos ratificado por Costa Rica (Ley Nº 7316)[6]

A partir de 2003, estos principios fueron ampliamente reforzados por la reforma que modificó el párrafo primero del artículo 9 de la Constitución Política de la siguiente manera:

“El Gobierno de la República es popular, representativo, participativo, alternativo y responsable. Lo ejercen el pueblo y tres Poderes distintos e independientes entre sí: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.” (Énfasis agregado)

Esta trascendental enmienda elevó el derecho de participación del pueblo en la toma de decisiones públicas a la categoría de derecho humano fundamental, incorporándolo como un elemento estructural del Estado Costarricense y de nuestro sistema democrático. De ahora en adelante, la Administración Pública (en sentido amplio) adquiere el deber ineludible de crear mecanismos eficaces y generar las condiciones necesarias para que dicha participación pueda darse. Pero, sobretodo, compromete al Estado a respetar los instrumentos de participación ya existentes y cumplir con su aplicación. Esto último, por supuesto, implica como mínimo la obligación de abstenerse de adoptar medidas que imposibiliten el ejercicio de tales instrumentos.

Antes de su entrada en vigencia, el incumplimiento e incluso la omisión de las autoridades en la aplicación de los instrumentos de participación ciudadana vigentes, por ejemplo, en lo relativo a las audiencias públicas previstas en algunas leyes, habían sido considerados, en el mejor de los casos, como problemas de mera legalidad no susceptibles de producir vicios sustanciales en los procedimientos administrativos. Esta situación cambió radicalmente con la citada reforma al artículo 9 constitucional, tal y como lo ha reconocido la Sala Constitucional en su jurisprudencia más reciente:

“Se debe indicar que la reforma del artículo 9º constitucional, por obra de la Ley Nº8364 de 1º de julio de 2003, ha incorporado el principio de participación en el gobierno de la República, con lo cual, se ha operado una modificación sustancial en la forma del poder. La incorporación de ese principio en el artículo 9º implica mucho más que un asunto formal, puramente adjetivo, de añadir un nuevo calificativo al Gobierno, entendido como conjunto de los poderes públicos (v. sentencia Nº919-99); se trata de un cambio sustancial en el diseño de la democracia y amplía radicalmente el contenido del principio democrático reconocido en el artículo 1º y desplegado en toda la Constitución Política, al sumar al principio y mecanismos de representación en los que ha descansado tradicionalmente nuestra democracia, el elemento de la participación ciudadana. (…) a partir de la citada reforma del artículo 9º constitucional, la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones públicas prevista en la Constitución y en las leyes adquiere el rango y la fuerza de un derecho constitucional de carácter fundamental, cuya violación es amparable.” (Voto N° 2005-14659. Énfasis agregado)

Con fundamento en los principios constitucionales citados, los tribunales de justicia que conocen de asuntos vinculados con la materia ambiental han admitido la participación de terceras personas interesadas en el resultado de los procesos, en razón del impacto que su desenlace podría tener en el ambiente y les han reconocido el derecho de constituirse en coadyuvantes, ya sea a favor de la parte actora (coadyuvancia activa) o a favor de la parte demandada (coadyuvancia pasiva).

Así ha ocurrido, por ejemplo, en los procesos de lo contencioso administrativo donde se discute la actuación del Estado en cumplimiento de su deber de tutela efectiva del ambiente. Si bien la antigua Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa (N° 3667) no contemplaba expresamente esta figura, los tribunales han reconocido su vigencia con base la jurisprudencia constitucional sobre la materia, vinculante “erga omnes”.

En el caso Harken contra el Estado Costarricense, un grupo considerable de personas solicitaron ser tenidos como coadyuvantes pasivos, es decir, intervenir en apoyo de la posición del Estado. La lista incluía desde organizaciones ecologistas, asociaciones de desarrollo y grupos comunales de la región caribeña donde se pretendía desarrollar el proyecto petrolero, hasta diputados y personas que solicitaron participar a título individual en su condición de habitantes de la República.

En respuesta a estas gestiones la empresa demandante formuló un incidente de oposición a la coadyuvancia, solicitando que esta no sea admitida, por considerar que los solicitantes carecían de interés legítimo alguno en torno al resultado final del proceso. El juzgado que conoce del caso, rechazó esta gestión, reconociendo plenamente el derecho de participación de las personas interesadas, en razón de la naturaleza ambiental de la controversia. Su razonamiento fue el siguiente:

“En casos como el presente, donde los coadyuvantes pretenden ayudar al Estado al mantenimiento del acto impugnado dentro del principal (sea, la resolución del contrato de concesión para la exploración y explotación de hidrocarburos LP-01-97, y la consecuente no restitución de la actora en el ejercicio del mismo) por el simple hecho de mediar el resguardo del ambiente, se amplia la legitimación, llegándose a convertir en un interés difuso. Es decir, que contrario a lo manifestado por el promotor de esta gestión, quienes se incorporaron al proceso sí se encuentran legitimados para intervenir en éste, al perseguir indirectamente la no ejecución del contrato aludido: mismo que –a su parecer- podría afectar el medio ambiente.” (Juzgado de lo Contencioso Administrativo y Civil de Hacienda. Segundo Circuito Judicial de San José. Resolución N° 875-2006 de las de las 15:00 horas del 28 de julio de 2006)

En efecto, no cabe duda sobre el carácter eminentemente ambiental de esta controversia, ni sobre la trascendencia del interés público que se encuentra involucrado. Las actuaciones de la SETENA y el MINAE que motivaron el reclamo de la empresa se basaron en lo establecido en el artículo 17 de la Ley Orgánica del Ambiente, No. 7554, sobre la obligatoriedad de contar la aprobación por parte de la SETENA de evaluaciones de impacto ambiental para todas aquellas actividades humanas “que alteren o destruyan elementos del ambiente o generen residuos, materiales tóxicos o peligrosos”, tal como ocurre con las exploraciones y explotaciones petroleras.

Este requisito se deriva del Principio 17 de la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, suscrita por Costa Rica en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente y Desarrollo de 1992, según el cual: “Deberá emprenderse una evaluación del impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad propuesta que probablemente haya de producir un impacto negativo considerable en el medio ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente”. Además, ha sido reconocido reiteradamente por la jurisprudencia de la Sala Constitucional como un elemento fundamental para garantizar la efectiva realización de los preceptos establecidos en el artículo 50 de nuestra Constitución Política (Ver por ejemplo: Votos N° 2003-4818 y N° 2003-6312)[7]

Lo que en definitiva se resuelva en esta controversia no solo podría implicar la anulación de las decisiones técnicas que determinaron la inviabilidad ambiental del proyecto petrolero y la consiguiente continuidad del mismo. Aún cuando este no sea el desenlace, la imposición de una condena multimillonaria contra el Estado Costarricense a título de indemnización a favor de la empresa afectaría la capacidad de gestión de las instituciones públicas encargadas de la protección ambiental, las cuales, como es sabido, cuentan con recursos sumamente limitados.

A su vez, es muy probable que dicha condena tenga una incidencia negativa en los órganos que adoptaron las decisiones cuestionadas, obligándolos a modificar las políticas y criterios aplicados al caso concreto y, sobretodo, inhibiéndolos de adoptar decisiones similares en casos futuros, ante la amenaza latente de sufrir nuevas demandas.

De ahí, que sea de aceptación pacífica en el ordenamiento jurídico costarricense el derecho de participación de quiénes podrían resultar afectados en sus derechos por el desenlace de este tipo de procesos.

En cuanto a la figura de la coadyuvancia, por cuyo medio los habitantes pueden ejercer este derecho de participación, la jurisprudencia de los tribunales de lo contencioso administrativo también ha desarrollado ampliamente su naturaleza y alcances:

“El coadyuvante “es la persona que interviene en el proceso administrativo adhiriéndose a las pretensiones de la administración demandante o de la parte demandada” (González Pérez. Comentarios a la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativo Civitas 1978. Pg 468). Es parte accesoria, su misión es estrictamente cooperadora y no puede alterar la pretensión del proceso, en su petición y fundamento, que ha expuesto la parte principal; le está permitido ofrecer cuantas alegaciones estime pertinentes en orden a la estimación o desestimación de la demanda. Su figura se justifica con la protección de quienes puedan resultar afectados por la sentencia que se dicte y porque además mediante su intervención se logra la tutela del interés general que existe en todo proceso de dotar al órgano jurisdiccional de elementos de juicio completos. La legitimación del coadyuvante deriva de su interés directo en el proceso, ya sea de índole jurídico o económico y su intervención debe admitirse siempre que la pretensión que se deduce en el juicio ya sea, estimada o desestimada, pueda ocasionarle algún perjuicio” (Tribunal Contencioso Administrativo, Voto 573-90 de 9:20 horas del 28 de agosto de 1990. Énfasis agregado)

“La figura del coadyuvante es la de un cooperador que asiste a una de las partes, respecto de la cual puede hacer todas las alegaciones que estime oportunas para sostener y apoyar la posición de ésta, pues posee un interés directo en el mantenimiento en este caso del acuerdo municipal impugnado, sin que le esté permitido formular pretensiones propias de ninguna clase y por ello no deriva derechos del propio acto o disposición, tampoco el actor ha demandado expresamente.” (Tribunal Contencioso Administrativo, Voto N° 328 de las 14:00 horas del 12 de agosto de 2005. Énfasis agregado)

Estos preceptos han sido reforzados con la reciente aprobación del nuevo Código Procesal Contencioso Administrativo (Ley N° 8508 de 28 de abril de 2006)[8] el cual expresamente reconoce la legitimación para demandar de “quienes invoquen la representación de intereses colectivos o difusos” (art. 10, inc. c) y establece que “podrá intervenir como coadyuvante de cualquiera de las partes, el que tenga interés indirecto en el objeto del proceso; para ello, podrá apersonarse en cualquier estado de este, sin retroacción de términos” (art. 13, inc. 1)

En cuanto las facultades que se le conceden al coadyuvante, el nuevo Código es claro en que:

“El coadyuvante no podrá pedir nada para sí, ni podrá cambiar la pretensión a la que coadyuva; pero podrá hacer todas las alegaciones de hecho y derecho, así como usar todos los recursos y medios procedimentales para hacer valer su interés, excepto en lo que perjudique al coadyuvado” (art. 13, inc. 2. Énfasis agregado)

De lo anterior se concluye que en Costa Rica; cuando se trata de controversias que involucran la afectación de intereses difusos, como la planteada en el caso Harken, donde el Estado Costarricense figura como demandado por la aplicación de medidas relacionadas con la tutela del ambiente y el uso de los recursos naturales, los habitantes de la República cuentan con el derecho constitucional de participar en el proceso y constituirse en coadyuvantes en apoyo de la posición del Estado. El ejercicio de este derecho implica, a su vez, los siguientes:

Ø Derecho a formular todo tipo de alegatos escritos en apoyo de la posición de la parte demandada.

Ø Derecho a aportar todo tipo de pruebas admisibles en el proceso, a fin demostrar la veracidad de los alegatos de la parte demandada.

Ø Derecho a participar en las audiencias, realizar intervenciones orales y formular preguntas.

Ø Derecho a recurrir las resoluciones adoptadas por el Tribunal que no sean favorables a la parte demandada, incluyendo aquellas que pongan fin al proceso.

Ø Derecho a interponer incidentes de orden procesal, incluyendo los relacionados con la competencia del tribunal.

IV.- De cómo el TLC afecta y reduce el derecho de la población a participar en los procesos relacionados con el ambiente. La situación del derecho de participación de la población costarricense afectada por el desenlace del caso Harken habría sido diametralmente distinta, si el asunto se hubiera tramitado por medio del régimen de solución de controversias “Inversionista-Estado” del Capítulo 10, Sección B del TLC, tal y como lo pretendía la empresa demandante.

Las organizaciones sociales y ecologistas, las comunidades y las personas habitantes en general que tienen un interés directo en el resultado de esta controversia habrían quedado totalmente excluidas del proceso. No habrían tenido posibilidad alguna de participar en el mismo, como sí lo pueden hacer hoy en día en los tribunales locales.

Esto es así, porque a través de las disposiciones citadas, el TLC les otorga el privilegio a los inversionistas de las otras Partes de demandar al Estado Costarricense ante tribunales arbitrales internacionales de naturaleza privada, cada vez que consideren que las políticas, decisiones o actuaciones de las autoridades públicas afectan sus inversiones en país. Ante estas demandas, como ya se dijo, el Estado se obliga de forma genérica (para todos los casos que se presenten en el futuro) a aceptar la competencia de estos Tribunales arbitrales, renunciando con ello que estas controversias sean conocidas en el ámbito de los tribunales de justicia nacionales.

El problema planteado se agrava porque el TLC no contiene disposiciones que permitan filtrar el tipo de asuntos que podrán ser sometidos por los inversionistas extranjeros ante este mecanismo obligatorio de solución de controversias. Por el contrario, se les confiere a estos tribunales privados una competencia abierta, sumamente amplia. Una competencia que no diferencia entre controversias de naturaleza puramente patrimonial o comercial y aquellas que involucran asuntos de marcado interés público que, trascienden el ámbito individual afectando intereses superiores de la colectividad. Dentro de estas últimas, ocupan un lugar preponderante las controversias relacionadas con la acción del Estado y los gobiernos locales para proteger el ambiente, incluyendo la definición y ejecución de políticas ambientales y de salud pública, así como las decisiones soberanas relativas al aprovechamiento y preservación de los recursos naturales del país.

De hecho, si se analiza la experiencia de los doce años de vigencia del TLCAN o de la aplicación de otros Tratados Bilaterales de Inversiones (TBI) con disposiciones similares, se puede constatar que crecen de forma sostenida los casos relacionados con actuaciones de las autoridades gubernamentales dirigidas a preservar el ambiente o la salud, o relacionadas con la tutela y el uso de recursos naturales de naturaleza demanial que son sometidos a este tipo de procesos arbitrales privados por parte de inversionistas extranjeros. Algo similar ocurre con otros asuntos estrechamente relacionados que, al menos en el ordenamiento jurídico costarricense, también involucran intereses difusos, como la protección del patrimonio cultural o arqueológico o la prestación de servicios públicos esenciales.

En el cuadro siguiente se reseñan algunos de los casos más relevantes ya resueltos o pendientes de resolución. Independientemente de su desenlace, es innegable que estos versan sobre temas sensibles vinculados con la protección del ambiente, la salud pública, los recursos naturales y otras materias calificadas por nuestra jurisprudencia como intereses difusos. Asimismo, es significativo que una buena parte de las actuaciones públicas que son impugnadas en los arbitrajes privados, provenga de autoridades regionales o gobiernos locales.

Ø Metalclad Co. contra México. El Gobierno mexicano fue condenado a pagar 15.6 millones de dólares para la negativa del municipio de Guadalcázar, San Luis de Potosí, a autorizar la instalación de un relleno de desechos tóxicos en su territorio por considerar que tal actividad afectaría las reservas de agua y la biodiversidad.[9]

Ø S.D. Myers contra Canadá. La empresa estadounidense dedicada a la exportación de sustancias tóxicas desde este país hacia Estados Unidos, impugnó una prohibición del Gobierno canadiense basada en el Convención de Basilea sobre comercio transfronterizo de desechos tóxicos. Este acuerdo fue ignorado por el panel arbitral, el cual obligó a que Canadá pagase 8.5 millones de dólares.[10]

Ø Ethyl Co. contra Canadá. La empresa cuestionó una regulación ambiental que restringía el uso de un aditivo tóxico en la gasolina. Canadá tuvo que firmar un arreglo por 13 millones de dólares.[11]

Ø Glamis Gold contra EEUU. La demanda fue presentada por una compañía minera canadiense interesada en la construcción de un proyecto de minería de oro a cielo abierto en un sitio sagrado de la Nación Quechan, la tribu sedentaria más grande de ese Estado. Cuestiona la legislación estatal sobre minería dictada para proteger el patrimonio arqueológico y las tradiciones culturales de los pueblos indígenas.[12]

Ø Methanex contra EEUU. Empresa canadiense cuestionó la legislación de California orientada a retirar un aditivo altamente tóxico (MTBE) de la gasolina, a fin de evitar la contaminación de las fuentes de agua.[13]

Ø Grand River contra EEUU. Compañía productora y exportadora de tabaco presentó un reclamo por 340 millones de dólares, alegando que las demandas de varios estados de EEUU contra las compañías tabacaleras por daños a la salud pública habían constituido una “expropiación” de sus inversiones.[14]

Ø Canadian Cattlemen for Fair Trade contra EEUU. Un grupo de ganaderos canadienses ha presentado una solicitud de arbitraje cuestionando la decisión de las autoridades sanitarias estadounidenses de restringir las importaciones de carne de res de Canadá a partir de la aparición de un caso de la enfermedad de las “vacas locas” en ese país.[15]

Ø UPS Inc. contra Canadá. Una compañía estadounidense de servicios de entrega inmediata (courier) cuestionó la estructura y el funcionamiento de la empresa pública de correos canadiense, cuestionando, entre otras cosas, la operación de los diferentes servicios que presta y su estructura de subsidios cruzados. El tribunal arbitral se declaró competente.[16]

Al mismo tiempo, cada vez son más las voces que se alzan en el ámbito internacional, cuestionando la falta de imparcialidad y transparencia de estos tribunales arbitrales y las serias implicaciones para el sistema democrático de los países afectados de que controversias altamente sensibles para su población y de un marcado interés público sean sustraídas de la esfera de competencias del los tribunales nacionales. Según un estudio realizado por el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible (IIDS) sobre estas implicaciones del régimen “Inversionista-Estado” del TLCAN:

“En la mayoría de países democráticos, las más importantes decisiones en materia de inversiones suponen un serio compromiso institucional de parte de las autoridades públicas para asegurar la promoción de los bienes públicos imprescindibles, brindar el apoyo necesario a los inversionistas, y asegurar que las controversias entre inversionistas y las autoridades públicas a todos los niveles puedan examinarse conforme a circunstancias que todas las partes reconocen como legítimas y equitativas. Esto incluye las audiencias administrativas (a menudo a varios niveles y de composición cambiante), la transparencia, las evaluaciones ambientales, la participación pública y el examen judicial. Todo ello dentro de un complejo marco de derecho sustantivo y procesal. Un proceso internacional que se substituye a sí mismo por estos procedimientos nacionales debe cumplir con las mismas normas fundamentales de legitimidad, rendición de cuentas y equidad que se han aplicado a nivel nacional. Si no, resultará inevitablemente en el menoscabo de los valores fundamentales de muchos de los países en cuestión.”[17] (Énfasis agregado)

Los arbitrajes privados previstos en el TLC pueden operar con base en las reglas del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial o las de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI) (art.10.16. incs. 3 y 4)[18] En ambos casos, se les otorga un amplio poder para juzgar las políticas y acciones de los Estados, y condenarlos al pago de cuantiosas sumas de dinero. Sin embargo, han sido estructurados para fallar desde la perspectiva de los derechos de los inversionistas, otorgándoles a estos prevalencia sobre los demás intereses involucrados en las controversias.

Esta problemática fue analizada recientemente por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en un informe sobre el papel que están jugando cláusulas “Inversionista-Estado” similares a las del TLC, en relación con conflictos sociales vinculados al acceso a servicios públicos esenciales como el abastecimiento de agua potable. De acuerdo con dicho documento:

“El rol de estos acuerdos puede resultar, en algunos casos, perverso, puesto que los tribunales de este tipo no siempre tienen la integración, o los procedimientos, para afrontar cuestiones estructuralmente conectadas al desarrollo y al bienestar general:

· Dentro del marco de los tratados internacionales de protección a la inversión algunos argumentan que sus peores temores acerca de gobierno anónimo y secreto se han visto confirmados. Los críticos del sistema aseveran que cada desafío ante los tribunales arbitrales erosiona la política pública.

· La falta de un sistema de apelaciones tradicional, transparencia y precedente legalmente obligatorio, ha hecho que muchos sean cautelosos y circunspectos con respecto a este método de resolver disputas.

· Sólo los inversionistas extranjeros pueden demandar a los gobiernos, para lo cual tienen derechos, pero aparentemente ninguna responsabilidad. El sistema está notoriamente libre de los controles y balances normalmente encontrados en la mayoría de los cuerpos con impacto significativo sobre el bienestar general.

· En los tribunales arbitrales por lo menos uno de sus miembros, al ser elegido por una parte interesada, difícilmente pueda suponerse imparcial. Por otro lado, el servicio en el panel arbitral no es exclusivo y estos especialistas en derecho de inversión pueden al mismo tiempo ser árbitros en un caso y asesores letrados en otro. Así, el potencial para conflictos de interés es omnipresente y serio.

· Los tribunales arbitrales están modelados sobre la base de arbitrajes comerciales originalmente diseñados para entender en cuestiones entre privados. Su propósito se limita a proteger a los inversionistas, por lo que no se contemplan los efectos de situaciones generales desde la óptica del interés común.”[19]

Ahora bien, en el marco del régimen “Inversionista-Estado” contenido en el TLC ¿En qué estado queda el derecho de la población a participar en aquellos procesos que involucren la afectación de intereses difusos como la tutela del ambiente?

Una de las principales consecuencias de que el Capítulo 10 del Tratado permita que controversias sobre asuntos de interés público sean desplazadas, a petición de los inversionistas, del ámbito de competencia de las autoridades nacionales –administrativas y judiciales-, es que les permite a aquellos evadir los mecanismos de participación y control ciudadano previstos en el ordenamiento jurídico interno del Estado demandado para tramitar este tipo de asuntos. Y es que, al igual que no distingue entre conflictos puramente comerciales y los que se relacionan con la protección del ambiente, el régimen “Inversionista-Estado” tampoco contiene reglas o procedimientos especiales que permitan tramitar de forma diferenciada asuntos que impliquen la afectación de intereses difusos.

En este sentido, el TLC les otorga a los inversionistas de las otras Partes un poderoso privilegio con que no cuentan ni las empresas ni los ciudadanos nacionales. La posibilidad de sustraer dichos conflictos del conocimiento de los tribunales locales, trasladándolos a foros de carácter privado, concebidos y estructurados para conocer de diferencias patrimoniales de naturaleza disponible, y en los que, por ese carácter exclusivamente privado, la ciudadanía carece de derecho alguno a participar.

Tales prerrogativas pueden resultar notoriamente convenientes para los intereses de los inversionistas en especial en casos -como los vinculados con el ambiente- donde nuestra legislación interna le otorga amplios derechos de participación y legitimación a cualquier persona. En los albores del siglo XXI cada vez es mayor la preocupación de la población por la preservación del ambiente y crece con fuerza su conciencia sobre los derechos con que cuenta para exigir su tutela, en un contexto en el que también aumentan exponencialmente los conflictos sociales relacionados el aprovechamiento, la explotación, la distribución y la conservación de los recursos naturales. De modo que no es casual que se incrementen las presiones internacionales para que, en el marco de un TLC u otros acuerdos similares, los Estados se comprometan a adoptar cláusulas de este tipo. Donde a las corporaciones se les otorgan “vías de escape” para burlar procedimientos de amplia exposición pública y participación de múltiples actores, que pueden resultar “incómodos” para sus intereses.

No obstante, desde la perspectiva de los sectores y personas interesadas en un proceso como el de Harken, de los habitantes y las comunidades directamente afectados por los impactos ambientales de un proyecto de explotación petrolera o actividades de efectos equivalentes, las consecuencias son muy distintas. Para estas personas y comunidades que, en última instancia sufrirán los efectos negativos en su entorno natural y calidad de vida, el traslado a arbitrajes privados de la discusión en torno a las decisiones del Estado sobre tales asuntos, implica una considerable reducción de los derechos que actualmente les otorga la Constitución Política en su artículo 50. De seguido analizaremos como es que tal reducción se produce.

1.- Los habitantes no tienen derecho a constituirse en coadyuvantes. El procedimiento de solución de controversias previsto en la Sección B del Capítulo 10 del TLC se refiere exclusivamente a litigios entre inversionistas y Estados receptores de inversión, excluyendo por completo la intervención de otras personas nacionales de esos Estados como partes o litigantes. Aún cuando se trate de una controversia que afecta intereses difusos, estas personas no tienen posibilidad de participar en los procesos en calidad de coadyuvantes, ejerciendo los derechos derivados de tal condición.

De acuerdo con el artículo 10.28 “Definiciones”, en estos arbitrajes tienen la condición de “partes contendientes” el “demandante”, es decir “el inversionista” nacional de un Estado Parte del Tratado y el “demandado” que siempre es otro Estado Parte.

No se contempla la presentación de coadyuvancias ni alguna otra figura equivalente. La condición de “partes no contendientes” únicamente se les reconoce a los otros Estados Partes del Tratado que no son demandados en la controversia (10.28). Solo a estos se les concede el derecho limitado de “presentar comunicaciones orales o escritas ante el tribunal con respecto a la interpretación de este Tratado” (artículo 10.20.2).

La única opción adicional de intervención es la presentación de comunicaciones amicus curiae (artículo 10.20.3) que, como se explicará en el apartado siguiente, por su naturaleza y sus reducidísimos alcances, se encuentra muy lejos de asimilarse a los mecanismos de participación que la legislación nacional reconoce a quienes promueven la defensa de intereses difusos.

Como consecuencia, es posible concluir que si el TLC hubiera estado vigente al momento de presentarse el reclamo de arbitraje de Harken, las personas, organizaciones y comunidades que hoy se han apersonado al proceso, no podrían “usar todos los recursos y medios procedimentales para hacer valer su interés” relacionado con la tutela del ambiente. Simplemente, estarían excluidos del proceso.

Los derechos con que hoy cuentan estos habitantes de la República por derivación expresa del mandato constitucional, les serían denegados. No tendrían la posibilidad de aportar pruebas relacionadas con el objeto de la controversia. Estarían imposibilitados de impugnar las resoluciones del tribunal cuando estimen que estas no garantizan una adecuada protección de su derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. No podrían participar y preguntar en las audiencias. Ni siquiera estarían facultados para presentar alegatos escritos u orales a los que el tribunal tenga que referirse al momento de resolver. (Ver: Cuadro Comparativo, Anexo I)

De hecho, esta reducción de derechos de participación ciudadana y acceso a la justicia ha sido una de las principales consecuencias sufridas por las comunidades, las organizaciones de trabajadores y usuarios de servicios públicos, y la sociedad civil en general de los países firmantes del TLCAN.[20]

En el caso Metalclad contra México, el Gobierno Local cuyas políticas ambientales se cuestionaban no tuvo ninguna oportunidad de apersonarse al proceso. Tampoco la tuvieron las comunidades directamente afectadas por el vertedero de desechos tóxicos que la empresa pretendía construir.

Cuando personas u organizaciones sociales han solicitado expresamente que se les concedan derechos similares a los que, en relación con asuntos que afectan intereses difusos, ostentarían en el marco de nuestro Derecho Interno, estas peticiones han sido sistemáticamente rechazadas.

Un ejemplo claro de lo anterior es lo ocurrido en Glamis Gold contra Estados Unidos (Estado de California). Ante el evidente interés público involucrado en el reclamo de la empresa minera, y en vista de que su desenlace traería consecuencias para los derechos de la Nación Quechan, esta comunidad indígena solicitó que: “le sea concedida la oportunidad de responder a los escritos y otras comunicaciones que presenten las partes en disputa”.

El caso Harken con y sin TLC- De como el TLC afecta el derecho de participación en materia ambiental