UNA LEY JUSTA Y NECESARIA

José Merino del Río*

La aprobación unánime en la Asamblea Legislativa de la ley para fortalecer la participación ciudadana en asuntos ambientales, constituye un hito en el siempre inacabado proceso de fortalecer nuestra democracia. Costa Rica se coloca así a la cabeza en escala mundial en el cumplimiento del compromiso internacional asumido en la Declaración de Río sobre Medio Ambiente de 1992: “El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda. En el plano nacional, (…) toda persona deberá tener la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones.”

Que las comunidades locales, la gente, es decir, quienes sufren en carne propia los efectos de la degradación ambiental, puedan contar con mecanismos efectivos para pronunciarse sobre decisiones del Estado, que ponen en grave peligro el ambiente es un hecho histórico que debe llenarnos de orgullo y satisfacción.

Algunos sectores empresariales, reducidos pero poderosos, han manifestado preocupaciones por los alcances de esta nueva legislación. Sin embargo, en su mayoría, estas dudas parten de premisas incorrectas e infundadas.

No es cierto que esta nueva ley convierta al Estado en un simple espectador en la gestión de los recursos naturales. Lo que ocurre es que la forma de gobernar del Estado ha cambiado radicalmente desde la reforma al artículo 9 constitucional de 2003 que declaró que el Gobierno de la República es “participativo” (no solo representativo) y lo ejerce directamente el pueblo, además de los tres poderes tradicionales. A partir de este cambio la participación de la población en la toma de decisiones trascendentales para su futuro, dejó de ser un episodio aislado o una concesión caprichosa de los gobernantes de turno, para convertirse en derecho fundamental que las autoridades deben facilitar y respetar permanentemente.

De manera que la ley aprobada no hace más que crear mecanismos para que este derecho se haga efectivo y no se quede en el papel. Si hay una materia que justifica y exige la introducción de amplios niveles de participación ciudadana, esa es la cuestión ambiental, porque como en ninguna otra las acciones de terceros afectan de forma tan directa los la calidad de vida y los fundamentos de la vida misma del resto de la población y las futuras generaciones. La multiplicación y agudización de los conflictos ambientales por toda la geografía nacional, hablan claramente de la oportunidad de esta ley justa y necesaria.

Es falso que la ley pretenda evadir la restricción constitucional que impide realizar referendos sobre la aprobación de actos de naturaleza administrativa (artículo 105). Esta limitación se refiere a los referendos legislativos, es decir, a aquellos referidos a la aprobación de actos que son competencia de la Asamblea Legislativa. Mientras tanto, la ley de participación ambiental crea plebiscitos y referendos para consultar actos de competencia del Ministerio de Ambiente y no incluye actos legislativos. En nuestra Constitución no existe prohibición alguna para que la ley faculte a otros órganos del Estado distintos del Poder Legislativo a realizar consultas populares vinculantes sobre decisiones de su competencia, mucho menos cuando la propia Carta Magna dice que el Gobierno es participativo. De hecho si así fuera, no podrían existir las consultas vinculantes establecidas en el Código Municipal desde hace 10 años y que también se refieren a decisiones administrativas de competencia municipal.

Tampoco es correcto afirmar que la ley aprobada busca establecer consultas populares para cualquier decisión del Estado, incluyendo la construcción de una casa u otras obras menores. Decisiones que forman parte de las potestades de control y fiscalización como la imposición de sanciones no pueden ser llevadas a plebiscito. Tampoco decisiones de naturaleza técnica como las resoluciones de la SETENA o el Tribunal Ambiental.
La ley establece que las consultas pueden ser convocadas por el MINAET cuando se trate de proyectos que generen considerables impactos ambientales, impliquen graves riesgos de contaminación u ocasionen importantes conflictos sociales. También pueden ser convocadas por iniciativa popular cuando lo soliciten ciudadanos que representen al menos el 10% del padrón electoral correspondiente a las comunidades afectadas por la decisión que se quiere consultar. Esto quiere decir que para convocar consultas de ámbito nacional -como las referidas a normas de aplicación general- se requiere contar con más de 270 mil firmas (el 40% de los votos recibidos por el Presidente Arias), y para consultas a nivel cantonal con una cantidad de firmas superior a los votos recibidos por la gran mayoría de los alcaldes electos en 2006. La recolección de estas firmas no es una tarea sencilla que se pueda emprender de la noche a la mañana y para cualquier asunto de menor cuantía. Requiere de grandes esfuerzos logísticos y altos niveles de organización y participación ciudadana, que solo serán posibles en casos calificados de decisiones trascendentales que realmente afecten y preocupen a la población.

¿Tiene derecho el pueblo de Costa Rica derecho a opinar y, en última instancia, decidir sobre la construcción de proyectos como la mina de Las Crucitas? Esa es la cuestión de fondo que está en debate aquí. ¿Por qué tanto temor a que la gente decida? Hay quien cree que las decisiones deben estar en manos de las élites y de los expertos, y que los pueblos no están capacitados para hacer un buen uso de sus libertades. Esta visión elitista de la democracia, explica en parte la arremetida contra esta buena ley.

* Diputado del Partido Frente Amplio

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